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"Lo que la oruga llama 'el fin', el resto del mundo lo llama 'mariposa'."

Winter is coming

Winter is coming

El cine tiene, como todo arte, ese poder de hablar al inconsciente, de movernos o revolvernos, sin saber muy bien por qué. Dejando a su paso alguna emoción, un sentimiento e incluso, entendimiento. El arte se fundamenta precisamente en ese misterio biológico de la contemplación estética más frecuente en nuestro día a día de lo que pueda parecer. Ese anuncio en la televisión o la ilustración de aquella revista (que ni siquiera tiene por qué gustarnos) vibra un rato contra alguna pared interna dejando un leve resueno en las profundidades de nuestro ser.

Rescatando Juego de Tronos. Una metáfora del momento.


Rescatando Juego de Tronos. Una metáfora del momento.

El cine tiene, como todo arte, ese poder de hablar al inconsciente, de movernos o revolvernos, sin saber muy bien por qué. Dejando a su paso alguna emoción, un sentimiento e incluso, entendimiento. El arte se fundamenta precisamente en ese misterio biológico de la contemplación estética más frecuente en nuestro día a día de lo que pueda parecer. Ese anuncio en la televisión o la ilustración de aquella revista (que ni siquiera tiene por qué gustarnos) vibra un rato contra alguna pared interna dejando un leve resueno en las profundidades de nuestro ser.

 

Algo de eso me ocurrió viendo la serie Juego de Tronos por increíble que pueda parecer, sucedió sobre todo con las primeras temporadas, antes de que HBO sustituyese dosis de originalidad artística por empathy maps, customer journeys, 4D y fuegos artificiales. Pero no me di cuenta de ello hasta hace un par de semanas, viendo (o intentando ver) precisamente la nueva House of Dragons. Abandoné en el tercer episodio. Ni siquiera lo acabé, dejando a mi chico con cara de póker en el sofá. La serie es un bodrio. Dije. No tiene “nada”. Y al oírme comprendí “el algo” que andaba buscando: Winter is coming… 

 

Poco importaban las luchas entre reyezuelos, el recetario moral, el sexo prohibido, los asesinatos a destajo, los ángeles de la guarda en forma de dragón alado, todo ello sólo se justificaba por un mensaje de mayor calado. Entendí lo trascendental en la obra original de George R.R. Martin. “Todo arte es hija de su tiempo”, dijo Kandinsky, y juego de tronos lo ha sido de la sociedad occidental en la que vivimos. El tan repetido y manido lema concentra en tres palabras todo el malestar de nuestra era, el gran miedo de hoy: el miedo al avenir. Un miedo que entraba en escena episodio tras episodio haciéndose eco en el interior de millones de espectadores. 

 

“El invierno que llega” nos habla del miedo al futuro más próximo, ese que está ya a las puertas del presente. El futuro es un constructo abstracto tan irreal (pues no existe “aún”) como inevitable (el maldito paso del tiempo). Y hablamos y oímos hablar de él, constantemente. Las sequías, las olas de calor, las lluvias torrenciales, las inundaciones, nos recuerdan una y otra vez que el ciclo del planeta está cambiando, que Winter is coming. 

 

Pero además en Juego de tronos el futuro viene dado, aunque las gentes que viven en el presente no sean conscientes de ello. El profético invierno eterno simboliza la muerte, representada por los Otros, unos muertos vivientes dotados de una inteligencia no-viva, por tanto, crueles por definición y desprovistos de sentimientos, que proliferan al otro lado del Muro (en otra coordenada). Los espectadores nos encontramos entre los pocos testigos conocedores del mal, viendo como inevitable la desaparición de los humanos o, en el mejor de los casos, la sumisión servil ante los nuevos depredadores. 

 

Si algo caracterizó la sociedad del siglo XX fue su profunda confianza en el progreso, la idea de que siempre se puede ir a mejor, a más, el crecimiento sine die del bienestar económico y social. Una primavera de cosechas sin fin. La más sensata y atemorizada sociedad del siglo XXI sabe que este tiempo ha acabado. Esquilmada la tierra que nos da de comer, la abundancia ya no será, los recursos finitos necesitarán de tratamiento, serán racionalizados, y del progreso económico sólo se beneficiarán los menos. El descontrol del desarrollo tecnológico, amoral en su diseño, desregulado en su implementación, amenaza con un nuevo tipo de monocracia económica que despojará al ciudadano de todos sus derechos fundamentales (aunque éstos sigan escritos en algún viejo papel).

 

Pero ¿y si se tratase de un miedo infundado? Alarmistas, adivinos e iluminados que nos muestran una realidad pasada por el tamiz de su pesimismo. El espectador intenta averiguar por qué medios conseguirán salvarse, no pierde la esperanza. A ella nos acostumbró Hollywood. A un final feliz, fiel al pensamiento optimista de la sociedad del bienestar. Pero nuestro querido escritor no nos lo pone fácil, y atónitos vemos como episodio tras episodio, todos los personajes en los que habíamos depositado nuestras expectativas, acaban muertos. Mejor dicho, asesinados, y no por los Otros, sino por los suyos. 

 

Ya que, a pesar de la cada vez más inminente catástrofe, los gobernantes de los 7 reinos están, sencillamente, a otra cosa. En lucha abierta por hacerse con el control mundial (un Trono de Hierro duro y frío hecho de espadas que cortan), absorbidos por el mantenimiento de sus cotas de poder, desoyen las voces críticas mostrándose egoístas y cortoplacistas. Miopes ante cualquier hecho que ponga en cuestión su propio estatus. La serie se hace eco de las miserias del alma humana y de las contradicciones de sus sistemas políticos. De reyes autoritarios que atacan por pura avaricia, a reyes de mayor nobleza que, sin embargo, extienden el acto de defensa a ámbitos no deseados, dejándose enredar en las telarañas de la especulación y la desconfianza. La legitimación se busca a sí misma a costa de todos y a pesar de todo.  

 

 

El autor no acabó su obra. Cómo iba a acabarla. HBO le pidió un final (feliz sospechamos por la continuidad que dieron a la serie) pero el pobre Martin no lo consiguió. 

 

 

Los paralelismos con el comportamiento de nuestra clase política son infinitos, y algunos hasta divertidos. La reina Cersei de la Casa Lannister, cegada por la ambición, niega la ya evidente existencia de los muertos, y al mismo tiempo imagina medios para utilizarlos en su propio ejército, como si tal cosa fuera posible. Tan astuta como estúpida, Cersei politiza un hecho natural que, por definición, escapa a todo control humano. Y con la misma absurda osadía, una presidenta autonómica, de cuyo nombre no quiero acordarme, afirmaba no hace mucho (y con igual aplomo que el personaje de ficción) que “Desde que la tierra existe, desde el origen, ha habido siempre ciclos climáticos”. 

 

De ahí que nos gustase tanto la serie, simplificaba la realidad a lo esencial, dejando de manifiesto la arbitrariedad de la mayoría de las decisiones de los dirigentes. Reafirmando así la ya tan contemporánea (y corrosiva) creencia de que la clase política no es de fiar. Afín de cuentas los buenos acaban engullidos y los malos, aunque no siempre ganan, sobreviven, siempre.

 

El autor no acabó su obra. Cómo iba a acabarla. HBO le pidió un final (feliz sospechamos por la continuidad que dieron a la serie) pero el pobre Martin no lo consiguió. El arte tiene sus reglas, y bien podemos suponer que, por coherencia estética y respeto a su obra, sólo la aniquilación de la especie humana parecía una salida razonable. Tras algo más de 3.000 páginas ningún reino o gobernante había antepuesto el bien común a sus propios intereses. Ni uno solo. 

 

¿Debió Martin haber anunciado el invierno con menos premura? Que le diera tregua para rencauzar la historia, conceptualizar la solidaridad y el civismo político como herramientas de salvación, generar conciencia crítica en las masas y perfilar dirigentes sabios y responsables… Aunque claro, Martin no es Tomás Moro, y pocos derechos de autor habría vendido con algo así.

 

Finalmente, los de HBO desalmaron la serie, resucitaron a un bueno que convirtieron en prota (aunque luego no se sintieron cómodos y lo exiliaron al Muro), mataron a la reina más cualificada por “pecar de ambición”, y restauraron el poder masculino atendiendo, eso sí, a la diversidad funcional.  

 


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