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"Lo que la oruga llama 'el fin', el resto del mundo lo llama 'mariposa'."

La libertad es mía

La libertad es mía

Semana apocalíptica, como la anterior y la otra. El mundo lleva años prediciendo la proximidad de su apocalipsis si se toma el término en su acepción de fin del mundo. Pero el mundo no se acaba; se tuerce y retuerce como una tripa crónicamente enferma sin intención de morirse. A nosotros nos ha tocado el apocalipsis en su segunda acepción; "Situación catastrófica, ocasionada por agentes naturales o humanos, que evoca la imagen de la destrucción total", dice el diccionario sacrosanto. Evocando la imagen de la destrucción total hemos vivido este año infausto. El virus nos ha servido a todos para explicarnos todos los males y el gobierno ha servido a los entendimientos más oscuros para señalar al culpable. Los entendimientos más oscuros son incapaces de pergeñar otra cosa que un mundo cuadriculado en el que hacer cuentas con el objetivo y el afán de un aplicado niño de primaria. Lo único que les interesa es que les salgan las cuentas y que les salgan siempre a su favor.  Para esos, los gobiernos que hacen cuentas a favor de los ciudadanos son un estorbo. Y para muchos, muchísimos ciudadanos, también. Hoy el único pecado mortal es la indigencia. Los pobres claman por un mesías salvador y el único mesías salvador es el que tiene el dinero. Que los mesías sucesivos no salven a nadie más que a sí mismos no importa a los miserables. Se conforman con vivir a la sombra de los árboles que más cobijan, aunque no les den más cobijo que la oscuridad.  

 


Un artículo convencional exige empezar con la enumeración de las desgracias que se pretende analizar. Pero todos estamos hasta el gorro de desgracias y de análisis de desgracias. ¿Quién no sabe a estas alturas que una mujer, sin otro talento ni conocimiento que posar en fotografías propagandísticas y sonreír a troche y moche con coquetería, ganó las elecciones el pasado 4 de mayo en Madrid convenciendo a la mayoría de los madrileños de que estarían mucho mejor si ella gobernaba la Comunidad durante los próximos dos años porque podrían hacer, con plena libertad, lo que les diera la gana?  ¿Quién no sabe que el jefe de la oposición clama en el Congreso contra el decreto del estado de alarma advirtiendo al mundo de que se trata de una imposición dictatorial que pretende acabar con la democracia para oprimir a los españoles con un régimen comunista? ¿Quién no sabe que cuando el estado de alarma expira,  él mismo acusa al gobierno de abocar a los españoles al caos por negarse a prorrogarlo? ¿Quién no sabe que las derechas y ultraderechas llaman, en el Congreso, ilegítimo al Gobierno y asesino al presidente del Gobierno al  que unos  acusan de monárquico y otros de comunista y otros de neoliberal? ¿Quién no sabe que la prensa de papel, digital, radiofónica y televisiva dice que las sesiones del Congreso son solo broncas en las cuales todos se insultan, sin especificar que los del Gobierno  no insultan a nadie? ¿Quién no sabe que todos los medios intentan, por todos los medios, meter en todas las cabezas que el poder legislativo no sirve para nada más que para ofrecer espectáculo de pugilato verbal? ¿Quién no sabe que los mismos intentan convencer a todos los mindundis de que el poder judicial tampoco sirve para nada? ¿Quién no se da cuenta de que entre todos ellos intentan acabar con las instituciones que acabaron con la dictadura? Quien, a fuerza de leerlos u oírlos o verlos en todos los medios todos los días, no se sepa de memoria todos estos ejemplos y muchísimos más de lo mismo, o es tonto o vive absolutamente desinformado. 

Harta de la mediocridad y de la mala leche de nuestros políticos de derechas y de nuestros analistas, de derechas o equidistantes, desde el pasado noviembre dedico unas cuatro o cinco horas diarias a ver en YouTube programas de análisis político de los Estados Unidos.  Para morirse. El Partido Republicano, otrora seriamente conservador, defensor de la familia tradicional y de un gobierno con escasa intervención pública en lo privado, ha perdido tradición, principios y vergüenza por echarse en brazos de Donald Trump. Uno escucha a venerables ancianos legisladores, como el líder de la minoría republicana del Senado, ponerse en ridículo manifestando su absoluta adhesión a la estrella mediática de escasas luces y tupé de viñeta que fue Trump, y empieza a pensar en el Apocalipsis, pero no en el del diccionario; en el Apocalipsis de verdad, el libro de Juan que cierra la Biblia; en el libro en el que el apóstol describe monstruos, ángeles y hasta a Dios mismo como criaturas dotadas de todos los horrores imaginables que deforman las almas de los hombres y de los dioses creados por los hombres; en el libro que parece, más que una revelación divina, el producto de un mal viaje por los derroteros que describían los consumidores de LSD. El fervoroso trumpismo de los políticos republicanos tiene una fácil explicación racional. Trump, con innegables facultades de hipnotizador, arrastró a millones de cándidos pobres y medio pobres creando entre ellos un culto a su persona que ni la pérdida de las elecciones ha conseguido desacralizar. Los cargos electos necesitan esos votos trumpistas si quieren volver a ser elegidos, luego se pregonan trumpistas y trumpistas seguirán proclamándose aunque el mesías de la América ignorante e inmoral acabe entre rejas cuando la Justicia le sentencie en los múltiples casos penales que tiene pendientes. O sea, que lo único que importa a los cargos electos  y a los que tienen la esperanza de ser elegidos son los votos, y por votos serían capaces de vender el alma al diablo aunque tuvieran que hacerlo en un programa de televisión.  Lo que no tiene explicación ni racional ni de ninguna clase es que Trump haya conseguido con sus disparates que tantos  millones cayeran en trance hipnótico. Es eso lo que nos hace sospechar que hay muchos millones en necesidad perentoria de tratamiento psiquiátrico; que peor, mucho peor que una pandemia física con la que pueden acabar las vacunas, es la pandemia de enfermedad mental, de auténtico apocalipsis de los valores humanos  que ha causado en el mundo entero el capitalismo salvaje. 

Ante esta debacle universal, ¿hay alguna solución posible más allá de recurrir a la socorrida esperanza para no caer también víctima de la locura que a tantos empuja al suicidio mental y hasta al suicidio físico? Claro que la hay.  

Dios o la Naturaleza, como cada cual prefiera, creó a una criatura diferente a todas las criaturas. El hombre, macho y hembra, según nos cuenta el narrador de la primera historia de la creación, nació sobre este mundo con una facultades que le permiten crear y dirigir su propia existencia. Entre esas facultades, el poder lo tiene la voluntad. El hombre, macho o hembra, puede elegir una existencia fundada principalmente en su razón o una existencia esclavizada por sus emociones. O puede hacer el esfuerzo de reflexionar sobre el funcionamiento de las emociones y de la razón y dejar que su voluntad decida lo que debe prevalecer  en cada caso. Es decir, la existencia de un ser humano está en manos de ese ser humano, y de su voluntad depende que su existencia sea satisfactoria o no al margen de las circunstancias que la vida le imponga. 

Nadie puede imponer a nadie la libertad y nadie puede quitársela a otro. La libertad es un patrimonio del ser humano recibido de Dios o de la Naturaleza al igual que el resto de sus facultades.  El hombre es libre de elegir el camino por el que quiere transitar su mente y no hay prisión ni fuerza humana que pueda obligarle a desviarse si su voluntad se niega a aceptar el desvío.   

La salvación del mundo, la salvación de una sociedad que algunos milagreros de feria proponen ofreciendo fórmulas propias o de grupos interesados no es posible. Solo es posible la salvación individual. El individuo que piensa puede salvarse si entiende que él mismo y solo él mismo debe decidir el criterio de valores por el que regirse, al margen de dogmas convencionales. Si ese criterio de valores lo informa su razón, no habrá chifladura ajena que pueda condicionar su mente y su conducta. 

Tal como está el mundo, el mundo que han creado los valores convencionales dando el valor máximo al dinero, parece utópico creer en la libertad de un individuo que carece de lo esencial para vivir como un ser humano. Pero es indiscutible que nadie puede ser feliz rodeado de desgracias y miseria. Luego el ser humano que busca y se propone una existencia feliz, seguirá siempre a los políticos que verdaderamente trabajan por conseguir sociedades justas, igualitarias, invirtiendo los recursos para el bien de todos los ciudadanos. "Ningún hombre es una isla", en palabras de John Donne. Y por eso, de la misma forma que una minoría ha creado un mundo insolidario, donde la mayoría no puede vivir si no es luchando por la comida como animales salvajes, abriéndose paso a codazos para defender la existencia, un individuo humanamente sano más otro, más otro, en una suma de uno más uno, pueden llegar a ser mayoría; pueden llegar a salvar al mundo. La recompensa por todos los esfuerzos que haga un individuo por evolucionar y superarse a sí mismo y por ayudar a los demás inspirado por una auténtica empatía, es la felicidad. 

El hombre, macho o hembra, feliz tiene la facultad de soportar y superar todas las circunstancias adversas. En medio de lo peor, el ser humano puede imaginar hasta sus propios trucos para no permitir que se le hunda el ánimo. A mi, entre otras cosas, me sirven la música y el ejemplo de una pianista, compositora y cantante cuya excelencia la encumbró en el mundo entero. Nina Simone era negra, lo que le auguraba dificultades y fracasos desde el principio en un país endémicamente racista como lo es Estados Unidos. A Nina Simone la violó un ente infrahumano con el que tuvo que casarse  y del que tuvo que soportar malos tratos durante muchos años al mismo tiempo que le mantenía con su arte. Nina Simone lo soportó todo y, a pesar de todo, logró esa felicidad permanente que Epicuro enseñaba a sus discípulos. Producto de esa felicidad fue una canción muy sencilla que se encuentra entre las mejores que se han compuesto. "I'm feeling good", se llama. Me siento bien. No fue su triunfo espectacular lo que consiguió que Nina Simone se sintiera bien hasta el final de su vida. Fue su triunfo sobre sí misma y sobre todas las circunstancias adversas que le tocó vivir. Fue ese triunfo el que le permitió cantar "La libertad es mía y yo sé cómo me siento".  

Nina Simone se convirtió en mi truco y, seguramente, en el de muchísimos más para despejar nubes negras y levantar el ánimo. Cuando el mundo a mi alrededor pinta muy mal, la memoria me recuerda que la libertad es mía; que soy libre de, a pesar de todo, sentirme bien.  

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