Temperamentos distintos. Pedro Sánchez gusta de ser el centro de todas las polémicas. Adora la popularidad. No le importa medirse con el lucero del alba. ¿Acaso no firmó como suyo un Manual de resistencia? Anda, pues, sobrado de certidumbres. Adopta de manera creciente un aire de chulito madrileño, siempre embutido en esos trajes entallados, de azul monótono, que él supone elegantes y que son francamente horteras. Illa es un hombre que parece no haber roto un plato jamás. Tiene un aire triste. Parece que viene de asistir a un funeral y que se ha vestido con las ropas del muerto. No se le quita ese aire serio, ese aspecto que sus parciales -lo adoran en La Vanguardia- llaman prudencia. Procura no pisar los callos de nadie; quiere contentan a todo el mundo. Una de cal -izar la bandera española, saludar al rey con respeto y educación- y una de arena: declarar su admiración por Tarradellas, recibir a Jordi Pujol en el Palau de la Generalitat, reconocimiento de primogenitura. Como resultado de ello, sus discursos resultan contradictorios, afirma y dice querer cosas incompatibles. Por ejemplo, sostiene que la secesión y el federalismo (la postura a la que pretende adscribirse) son solamente versiones diferentes de lo que llama “catalanismo popular”.
En el fondo, Sánchez e Illa persiguen la misma política, que consiste en apostar y ver lo que resulta de ello; solucionar el problema inmediato, la manera de adquirir el poder y mantenerse en él, sin cuidarse de eso que algunos llamaban estrategia, ideología y otros conceptos embarazosos. Son dos auténticos posmodernos (otros dirían que dos irresponsables), que viven en un presente eterno. Se comportan como las aves bíblicas (Mateo, 6, 26) que no siembran, ni siegan ni se cuidan del mañana. El uno aposto por amnistiar a los condenados por delitos muy graves, apoyándose en ellos para gobernar porque no tenía otro remedio, porque no había otra combinación posible si quería alcanzar la presidencia del gobierno.
Lo que resultara de ello -la parálisis política y legislativa, el soltar o malvender trozos de Estado como si fueran un lastre, el negociar interminable medida a medida-, eso no era lo fundamental. Por si fuera poco, la Ley orgánica 1/24 de amnistía abraza el relato -mejor será decir el cuento- de la sedición nacionalista. Fue el fallo del Tribunal Constitucional sobre el proyecto de Estatuto Catalán, en 1996, el que provocó la tensión social y las “desafección” hacia las instituciones estatales. Es curioso: el Estado español sugiere con esta ley que la culpa de todo la tiene el Estado español. Salvador Illa ha llegado a presidir el gobierno de la Generalitat a cambio de prometer una autonomía fiscal casi completa para Cataluña. Una "financiación singular" dice el eufemismo. El acuerdo de investidura entre ERC y PSC recita el mismo relato de los nacionalistas para justificar su alzamiento. El TC fue responsable del “actual conflicte polític”. Luego vino la respuesta policiaca y la “judicialización” contra la “voluntad mayoritaria” de Cataluña.
Illa y su partido han firmado un papel que parece haberse calcado del argumentario del catalanismo radical. Pero lo ha hecho, seguramente, de común acuerdo con el hombre del trajecillo azul, sin pensar en las consecuencias. ¿Será sostenible el Estado español y sus prestaciones múltiples al replicar el modelo o privilegio fiscal vasco? ¿Se puede modificar algo tan fundamental como el modelo político y financiero estatal por la mera voluntad de una comunidad autónoma? ¿Será constitucional esa medida? ¿La “relación bilateral” que reclama no choca de frente con el federalismo? ¿Podrá ser admitida por las restantes comunidades autónomas esa quiebra del principio democrático de igualdad de trato? Ello no parece preocupar en exceso al tándem Sánchez e Illa. El segundo acaba de declarar en La Vanguardia, que el acuerdo que ha firmado servirá para mejorar los servicios públicos en Cataluña y para convertirla de nuevo en la locomotora de España. Como si hacer realidad esa metáfora ferroviaria dependiera tan solo de la voluntad de los políticos. Como si aquella Barcelona de los setenta y los ochenta, locomotora económica y también cultural pudiera volver al son de ¿un concierto? Al mismo tiempo ha afirmado que ayudará a "mejorar España", como si fuera un regeneracionista más, un Almirall vamos al decir, deseoso de redimir a los habitantes de la triste y espaciosa España. Todos contentos, pues. Arroz y tartana, vestit a la moda, y rode la bola....a la catalana
Javier Varela (UNED) es historiador. Su último libro se llama La vida deprisa. César González Ruano (1903-1964). Premio Antonio Domínguez Ortiz de biografías 2023, Sevilla, 2023