Hace unos días asistimos a un acto puramente narcisista que puso a París muy por encima del movimiento olímpico, de los deportistas y del significado global de los juegos, el deporte y la colectividad. París se reivindicó, enamorada de sí misma, por encima de todas las cosas en un acto de onanismo narcisista en el que fueron mostrando trozos de historia, de paisajes, de forzadas modernidades y de elementos estéticos sin ninguna conexión.
El acto, entero, fue más propio de vídeos turísticos destinados a una feria, a una semana de la moda, a una fiesta del orgullo gay y a fiestas discotequeras de medio pelo pretendidamente glamurosas, todas ellas alejadas del deporte, del homenaje y respeto al esfuerzo deportivo y a la fiesta que es patrimonio de aquellos que se esfuerzan soñando subir al podio de las competiciones olímpicas.
París y sus organizadores confundieron los Juegos Olímpicos con una larga lista de campeonatos del mundo de diversos deportes y quemaron en el olvido la parte más importante de la celebración: la universalidad de la reunión de todos los participantes, el mensaje de colectividad ilusionada merecedora del homenaje de todos.
Que París es bonito es algo que todos sabemos, que la historia de Francia es larga y que ha aportado mucho a la evolución del saber y la cultura, también, pero el momento debería haber tenido otro objetivo, pues lo nuclear, lo más importante de ese instante soñado por los verdaderos protagonistas, se centra en la reunión de todos los deportistas unidos por la ambición de coronarse como esos competidores que han llegado a una meta soñada por muchos: ser olímpico.
Los que hayan diseñado el engendro se olvidaron de ellos, demostraron que no entienden el momento, que el estadio olímpico debe ser la casa de todos, que es el estadio el que debe recibirlos a todos en esa casa común iluminada por la magia de llama olímpica y que la ceremonia debe dedicarse a esa consagración de la competición, el esfuerzo y el sueño. Dejaron claro que esa entrada, que ese desfile ilusionado y feliz, les parecía aburrido, intrascendente y superfluo, que lo importante era la ciudad que alberga los juegos y no sus protagonistas.
París dejó claro que les importa más el envoltorio que el contenido de un regalo destinado a rendir homenaje al deporte a sus deportistas y a la hermandad de muchos representantes que se entregan al sueño de la competición bajo las mismas ilusiones tras años de esfuerzos por llegar a ese estadio en el que dejarse lo mejor de su juventud.
En resumidas cuentas, me pareció un insulto, un desprecio caro, elaborado y espero que no cunda el ejemplo para futuras ceremonias. Una verdadera pena y una oportunidad perdida por completo.