En tiempos de relatos la Navidad es la narración de nuestras vidas.
Texto Álvaro Frutos Rosado
Ilustraciones Francisco Cruz De Castro
Narración Ana de Santos Galíndez y Álvaro Frutos Rosado
Se sentó en el viejo butacón de madera y piel verde.
El tiempo había pasado por él dejando su huella con raspones y desteñidos. Giró lentamente recorriendo con sus ojos todo lo que aquella estancia contenía. Terminó poniendo sus manos sobre la mesa… sus ojos repararon en un viejo tintero de cristal que tenía enfrente. Desenroscó el tapón, comprobando cómo, a pesar del tiempo, la negra tinta todavía conservaba cierta liquidez. Puso entre sus dedos la pluma que estaba justo al lado… aún tenía restos del último borrón.
Con mucha añoranza pensó en la cantidad de historias y cuentos que aquella pluma había podido alumbrar; cuántas horas los ennegrecidos dedos de la abuela habían sostenido su fina plata, ya oscurecida por el tiempo.
Un poco más a la derecha había una Montblanc moderna, dentro de un orden, pero al intentar desenroscarla y escribir con ella sobre un folio, vio que la sequedad no había pasado sin pena ni gloria. Sonrió al pensar que quizás la estilográfica había dejado de usarse el mismo día que fue sustituida por una máquina de escribir que también tenía su tiempo, habiendo terminado sobre un costurero de roble un tanto desvencijado, como si ambas fueran piezas de un museo de joyas inservibles de un tiempo anterior.
Puso el ordenador portátil encima del escritorio, fue un primer intento de invocar a las musas, aquellas que habían espolvoreado los hechizos de la inspiración para que año tras año, durante décadas, pudieran salir unos entrañables relatos que evocaran a todos la Navidad. ¡La Navidad en su momento, y otras cosas cuando correspondían! Aunque sin duda, o quizás por eso que llaman tradición, los relatos que siempre habían tenido más importancia en aquella habitación, que ahora olía a viejo, habían sido los cuentos navideños. Mientras que los otros podían ser diferentes e incluso parecidos a la vida misma, en todo caso llenos de aquello que el narrador quisiera. Los de Navidad tenían que acariciar el corazón.
Además, los de Navidad tenían que tener una serie de características similares. Por eso se ha repetido tantas veces el famoso de Dickens, ¡le salió redondo! Los demás solo han sido ejercicios de una complicada y audaz inventiva literaria… ¡Ese pensamiento siempre daba vueltas en su cabeza al intentar escribir!

Como en la canción… las musas habían pasado de él. Ni por manosear el tintero, ni las plumas, ni la máquina de escribir, ni siquiera con el cibernético artilugio utilizando “el chat gpt” abría el cauce que posibilitara la literaria tarea que indefectiblemente tenía que realizar.
Quizás trayendo a su cabeza las arrugadas y artríticas manos de la abuela cuya falange del dedo índice terminó encallecida y amoratada por esa manía de tener que escribir a diario con su vieja pluma plateada que había heredado de su padre. Ella, en Navidad la inspiración la buscaba de manera diferente a cuando escribía poemas, hacia correcciones a sus manuales de lingüística, o cuando escribió aquella novela que terminó manuscrita y enlazada dentro de un cajón sin que nadie llegara nunca a publicarla.
En Navidad, para inspirarse, ponía sobre la mesa un pequeño plato de cerámica decorada con unos pedazos de turrón de guirlache, que saboreaba hasta deshacer en su boca el azúcar tostado y la almendra, junto a unas blancas peladillas de las que daba igual cuenta. Pasaba horas ensimismada en su tarea levantando solo la cabeza cuando sus nietos llegaban hasta ella pidiéndola un dulce; ¡los del plato no, esos no podían ser! Cuando les ponía sobre sus rodillas sacaba de los bolsillos de su bata unos pedazos de turrón de chocolate envueltos en un poco de papel que, aunque ella los ponía en sus bocas, era sabedora del riesgo de que el cuento incorporaría junto a los borrones de tinta negra, algún restregón del chocolate…

La lágrima que empezó a caerle por la mejilla le hizo soltar la Montblanc. Al mirarla, las emociones le llevaron a otro tiempo, cuando su padre les tenía terminante prohibido coger aquella pluma. Era un regalo del suyo, siguiendo la tradición, de cuando terminó sus estudios. Con ella escribió sus primeros artículos, sus primeros cuentos y, como hizo su madre, con ella inició una novela inacabada. La frecuencia diaria de sus artículos le llevó al convencimiento de que ganaría en rapidez con una máquina de escribir. Su mujer le envolvió la Olivetti para unos Reyes. La había adquirido de segunda mano. ¡La cosa entonces no daba para más!
Su padre fue otra cosa. No seguía las pautas de la abuela. Para empezar, escribía con el fondo del sonido de la radio y de manera permanente, música, fútbol o noticias… daba lo mismo. Eso sí, en Navidad con el sorteo de la Lotería. Después no dudó en ponerse un pequeño televisor, le hacía perder mucho tiempo, reconocía, pero terminó siendo una adicción, como el tabaco.

Asumió, como parte de la herencia, la tarea de escribir un cuento de Navidad. Sin duda con él perdieron la originalidad de la abuela que todos los años era capaz de regalar a sus nietos y sus amigos una historia emocionante y diferente. Ella nunca recurrió a lo habitual de contar historias de tramas desgraciadas con final feliz. Nada de niños perdidos en el bosque que aparecen, precisamente, el día de Navidad, ni de tipos malvados que querían terminar con el espíritu navideño y mucho menos, de pastorcillos, pajes, pesebres y demás recreaciones bíblicas.
Los cuentos del hijo fueron más convencionales, aunque el uso del anís como elixir inspirador y algún que otro polvorón mojado en el licor propició que a sus historias no les faltara ni gracia, ni nostalgia.
Tal vez el más bello que recordaban y que todos conservaban en su memoria era aquel que recurriendo a una mezcla de sincretismo religioso y realismo mágico, había narrado la historia de una joven doncella, Itzae, en el altiplano andino que había dado a luz a dos preciosos bebes, una niña y un niño, en una cueva iluminada por una dorada luz que se introducía por las grietas de la montaña. Era como si aquellos niños fueran una reencarnación de Jesús, decían. Aunque, la verdad, no todos llegaron a entender el mensaje. Tal vez que Jesús puede nacer en cualquier parte, con cualquier raza y ser hombre o mujer. No era un relato sensiblero y dejaba claro que la Navidad solo tiene sentido si somos capaces de encontrar el momento donde reconocer y querer a otros que no seamos nosotros mismos.

Limpió con el brazo el polvo que había sobre la mesa, centró su dispositivo e hizo bailar los dedos como esperando que el numen los moviera hacia las teclas, seguro que estas terminarían por alumbrar un relato, sencillo en sus palabras, pero capaz de volver a hacer florecer en todos, aquellos sentimientos que durante el año hemos perdido.
Una rutina que hizo olvidar que vivir es sentir, que el mayor sentimiento es el amor. Eso, aun a sabiendas de que el mundo que nos rodea no da para mucho.
Empezó a teclear… En un tiempo presente, no muy lejano, creíamos que la Navidad parecía olvidada. La televisión, las luces de la calle, los anuncios, las compras de comida y los regalos hacían que eso fuera imposible. Lo que no sabemos es si la abuela, mojando la pluma en el viejo tintero, o su hijo, aporreando su vieja Olivetti eléctrica, serían capaces hoy de encadenar palabras para transmitirnos emociones navideñas o quizás rayos de amor, ternura y esperanza como solo ellos fueron capaces de dar, con niños sentados en su regazo, y regalando, excepcionalmente, un guirlache o un bocadito de polvorón, a veces hasta mojado en anís…