La primera y más importante fractura es la que divide al país y al parlamento en dos mitades que se miran a cara de perro. La derecha y la ultraderecha van a seguir agitando las calles contra la ley de amnistía y no basta con decir —aunque sea cierto— que han digerido mal el resultado electoral y que la amnistía es tan solo un pretexto para sembrar odio contra el Gobierno. También hay que admitir que una parte, tal vez mayoritaria, de la población ha digerido muy mal la amnistía y que las exiguas explicaciones dadas hasta el momento están lejos de hacer más leve esa digestión.
Otras fracturas menores, pero que pueden complicar mucho la legislatura, son la que enfrenta a Podemos con la dirección de Sumar —que se ha cobrado ya la dimisión de un miembro de la ejecutiva del primer partido—, y las que enfrentan a ERC con Junts en Cataluña y a EH Bildu con el PNV en el País Vasco. Adicionalmente, los dos partidos secesionistas catalanes no van a dejar de chantajear al Gobierno con nuevas exigencias, tratando de hacer avanzar su agenda independentista. Tal vez las elecciones autonómicas —que serán a lo sumo en 2025 y en ellas se prevé que el secesionismo pierda su actual mayoría—, reconduzcan algo la situación.
Los únicos que merecen ser aislados son los enemigos declarados de la democracia y la Constitución, es decir, la extrema derecha
De todas las fracturas enumeradas, la que me parece más preocupante es la que separa al Partido Popular del resto del arco parlamentario, con la única excepción de Vox. El PP ha elegido una deriva que le impide llegar a acuerdos con cualquier otra fuerza y, en mi opinión, eso es malo no solo para ellos sino también para todos los demás. En un país más normal, la derecha conservadora tendría un modelo de gestión que ofrecer, un programa ante los desafíos del momento y unos mínimos consensos en materias de estado, como son la política exterior, las instituciones, el terrorismo o las catástrofes. Y no gobernaría con la extrema derecha.
En lugar de ello, el PP sólo hace política con el tema territorial —enfrentando su exacerbado nacionalismo español a los exacerbados nacionalismos periféricos— y con las desgracias. Así lo hizo con el terrorismo de ETA y con la crisis financiera cuando gobernaba Zapatero, lo hizo con Sánchez cuando la pandemia y la crisis inflacionaria provocada por la guerra de Ucrania, y lo está haciendo ahora con la amnistía.
De sus propuestas para enfrentar los retos actuales solo conocemos la parte negativa. Refiriéndonos a la transición energética, no han apostado nunca por las energías renovables ni por el coche eléctrico y se oponen a las zonas de bajas emisiones y a los carriles bici. Para combatir la desigualdad —uno de nuestros mayores desafíos—, se han opuesto a la subidas del salario mínimo y las pensiones, así como al ingreso mínimo vital o a poner impuestos a las empresas energéticas, a la banca y a las grandes fortunas.
En cuanto a los mínimos consensos, los han roto casi todos. El más grave es el no reconocer la legitimidad de los gobiernos diferentes al suyo, es decir el no aceptar los resultados electorales. Lo hicieron en 2019 y lo vuelven hacer ahora. Cuando los perdedores no reconocen los resultados electorales, la democracia se desestabiliza, como hemos visto con claridad en los asaltos a los parlamentos de Estados Unidos y Brasil. El señor Feijóo ha reconocido en una sola frase protocolaria que el gobierno actual es legítimo, pero han repetido hasta la saciedad, él y sus dirigentes, que es producto de un fraude, que es anticonstitucional y que Sánchez ha dado un golpe de estado. El siguiente consenso roto más grave ha sido incumplir durante cinco años la Constitución negándose a renovar el CGPJ.
Resulta significativo que, en la sesión de su propia investidura, el señor Feijóo solo hablara de la amnistía y dedicara cero minutos a ilustrarnos sobre sus propuestas de gobierno. Y que, en las elecciones del 23-J, el único punto que recordamos de su programa fuera la “derogación del sanchismo”. ¿Solo sabe hacer oposición, incluso cuando se presenta a unas elecciones o a una investidura?
La única decisión estratégica que ha tomado ha sido equivocada: blanquear a la extrema derecha y darle posiciones de poder en parlamentos y consejerías autonómicas y en los ayuntamientos, gobernando conjuntamente con ellos.
Muchos preferiríamos una derecha más homologada a otras derechas europeas, que ofreciera un proyecto de país y no solo una bandera, que respetara unos consensos democráticos básicos, que reconociera al adversario y no lo tratara como un enemigo, que no fomentara el odio, ni empleara estrategias desestabilizadoras.
En mi opinión, el PSOE no debería pagarle con la misma moneda. Durante la sesión de investidura, el señor Sánchez optó en varias ocasiones por ridiculizar al líder de la oposición y eso también rompe los consensos básicos. Los españoles saldríamos ganando si ambos partidos hicieran esfuerzos por mejorar su relación, por respetarse mutuamente y por reconstruir los consensos, sobre todo en materia institucional.
Los únicos que merecen ser aislados son los enemigos declarados de la democracia y la Constitución, es decir, la extrema derecha.