Todos somos conscientes de que, sin la labor mediática que pone en conocimiento de la ciudadanía los casos de corrupción, no habría ni concienciación ni interés por luchar contra una lacra que, según el Fondo Monetario Internacional, en España estaría dejando de recaudar un 4,5% del PIB por su deficiente control, lo que supone en torno a 60.000 millones de euros anuales.
Los datos publicados por Transparency International reflejan que en 2022 España ha obtenido 60 puntos en el índice de percepción de la corrupción, ranking que sitúa a nuestro país en niveles de Botsuana, Cabo Verde, San Vicente y las Granadinas.
Es decir, el índice de percepción de la corrupción en la España actual es de los más elevados de Europa, como consecuencia de los continuos casos que salen a la luz desde hace años. Por citar algunos de los más mediátcos, podemos recordar los casos Noos, Palma Arena, los EREs, Gürtel, Barcenas, Bankia, Púnica, Palau, ITV, Treball, Pretoria, Innova y ahora el caso “Mediador” o el caso “Negreira”.
Esta percepción de la ciudadanía española no significa que España sea el país europeo donde la corrupción es más elevada, incluso el hecho de una superior visibilidad mediática puede generar la sensación de que la corrupción es mayor y, como afirman Villoria (1) y Jiménez (2), puede suceder que se incrementen los índices, cuando, de facto, la misma se reduce.
Pero ¿qué sucede con la corrupción que no se visibiliza, aquella corrupción silenciosa sin la cual es más complejo que se produzcan los casos que afloran en los medios? Es incontestable que para que puedan prosperar las tramas corruptas, muchos han tenido que mirar hacia otro lado. Por acción o por omisión, funcionarios, empleados públicos, interventores, auditores, delegados de personal, abogados del estado, directores de contratos, miembros de tribunales, empresarios, periodistas y un sinfín de figuras han participado en el proceso.
Hay una pregunta clave que se plantea en las encuestas que realiza Global Corruption Barometer de Transparency International «usted o alguien de su familia ha tenido que pagar, de alguna forma, un soborno en los últimos doce meses» para poder acceder a los servicios públicos, desde la educación a la concesión de licencias urbanísticas. Curiosamente, en España solo el 2% de los encuestados afirma haber tenido que ceder al chantaje, lo que supone que nos moveríamos en datos similares a los de los países nórdicos. Este dato supondría que la corrupción de los empleados públicos es baja en España y similar a la de los países menos corruptos del mundo.
Donde se centra el problema es en lo que Manuel Villoria, en su ensayo “La corrupción en España: rasgos y causas esenciales”, denomina “corrupción legal”: “capturas de ciertas políticas públicas o, al menos de decisiones fundamentales en el marco de dichas políticas por poderosos grupos de interés. La captura puede realizarse a través del estratégico aterrizaje en puestos importantes del Gobierno, en órganos regulatorios o en comités asesores clave; también mediante el reclutamiento de políticos bien relacionados y poderosos para su incorporación a consejos de administración bien remunerados; o mediante la presión mediática, dado el control de los grandes grupos multimedia”.
Es decir, que dichos estamentos sean capaces de generar esas redes clientelares deriva de que se prioriza el interés personal y partidista sobre el interés general, favoreciéndose este comportamiento que Manuel Villoria conceptúa como corrupción legal, agravada por lo que podríamos calificar como corrupción silenciosa.
La corrupción silenciosa llevaría la corrupción legal (que no deja de ser éticamente reprobable por mucho que se califique de legal) hasta los niveles más bajos de la Administración. El control de los partidos se extiende incluso a los escalafones inferiores del sector público, especialmente en la administración local, organismos y empresas públicas, fundaciones y, en general, a todos aquellos estamentos en los que es más sencillo crear redes clientelares en detrimento del modelo meritocrático. Convocatorias de ofertas de empleo público que aparentemente respetan los principios de igualdad, mérito y capacidad, pero convenientemente adaptadas a través de procesos de méritos o entrevistas; puestos de libre designación o contratos de comisión de servicios; promociones profesionales de empleados públicos con excesiva laxitud, asignación arbitraria de retribuciones fijas y variables, evaluaciones del desempeño ad-hoc… Como señala Víctor Lapuente (3): “Si una joven promesa que acaba de entrar en una administración tiene ambiciones profesionales, se dará cuenta de que dedicar el 100% de su esfuerzo a hacer un trabajo impecablemente profesional quizás no sea la mejor manera de llegar a lo más alto”.
Esta red clientelar sería mucho más compleja de instaurar y mantener sin la colaboración de aquellos agentes que deberían servir de cortafuegos para esas prácticas tan poco edificantes y que, sin embargo, también por intereses particulares o partidistas, en demasiadas ocasiones actúan de forma muy alejada del interés público. Medios de comunicación con líneas editoriales claramente orientadas a los intereses particulares; subvenciones y patrocinios que garantizan un estado de opinión determinado; sindicalistas que colaboran y se benefician del clientelismo; autoridades administrativas independientes cuyos presidentes se nombran a propuesta del Gobierno; informes de la Abogacía del Estado a petición de parte; Tribunal de Cuentas; Intervención General del Estado, Tribunal Constitucional, etc.
Como Villoria afirma, “el clientelismo asentado en las relaciones políticas o la partitocracia existente en el nombramiento de los responsables de los órganos de control son algunas de las causas resaltadas”.
La contratación, la retribución fija o variable, y la carrera profesional no deben depender de la decisión del politiquillo de turno
En España existen numerosas organizaciones vinculadas a la Administración (ayuntamientos, empresas públicas, organismos públicos, fundaciones) que se encuentran dirigidas por un cargo elegido (alcalde, presidente de empresa u organismo, presidente de fundación) con la capacidad legal de hacer y deshacer, sin apenas control, ya que este compete a órganos también politizados.
En definitiva, la corrupción parece que se focaliza especialmente en aquellas organizaciones en las que las decisiones descansan en el poder político, gracias a los escasos mecanismos de control y al sometimiento de los empleados públicos a las pautas marcadas desde las cúpulas que los dirigen.
La resistencia de los políticos a permitir que desaparezcan las ventajas por las que entraron en política es numantina. No es casualidad que los partidos identifiquen los casos de corrupción que salen a la luz pública como casos puntuales, “ranas” que se aprovechan del sistema al margen de las decisiones partidistas.
Es evidente que si queremos reducir la corrupción lo que hay que hacer es, sin ningún lugar a dudas, forzar la decisión de limitar el poder que actualmente ejercen los políticos profesionales en amplios sectores de la Administración que, como afirma Lapuente (3), “salvo muy escasas y honrosas excepciones, en lugar de servir a la ciudadanía han buscado y logrado una captura clientelar, tanto de instituciones de control como de fondos públicos, todo ello con una voracidad desmedida”.
En los países con menores índices de corrupción los nombramientos de cargos de dirección se realizan por comisiones de valoración que alejan la decisión del ámbito de los partidos. Como expone Pablo Simón (4), profesor de la Universidad Pompeu Fabra: "En la mayoría de los países europeos se emplea un sistema por el cual los cargos electos tienen capacidad de legislar, pero la ejecución queda en manos de un directivo profesional nombrado por mayoría cualificada y con un ciclo que no coincide con elecciones".
Por otra parte, ante la demostrada ineficacia de los órganos de control, que actúan igualmente bajo la dependencia de los partidos, habría que instaurar mecanismos que permitan a los empleados públicos denunciar sin temor a las consecuencias, garantizando su anonimato y evitando que dentro de la organización existan mecanismos internos que permitan identificar al denunciante. La implantación de la Ley 2/2023, de 20 de febrero, reguladora de la protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción, producto de la presión que ha ejercido Europa para incorporar al Derecho español la Directiva (UE) 2019/1937 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre de 2019 puede significar un avance, pero no garantiza su aplicación efectiva.
La contratación, la retribución fija o variable, y la carrera profesional no deben depender de la decisión del politiquillo de turno. Se deben establecer carreras profesionales transparentes bajo el principio de la meritocracia. De ninguna manera puede acontecer lo que le ocurrió a Ana Garrido, exfuncionaria del Ayuntamiento de Boadilla del Monte: “Nunca imaginé que el precio por denunciar la Gürtel iba a ser tan alto”.
Pero si algo es verdaderamente eficaz es que la opinión pública pueda acceder a una información veraz. Es absolutamente imprescindible que existan medios de comunicación independientes, libres de subvenciones, alejados del control político y de la publicidad partidista, de forma que el ciudadano pueda desempeñar una labor de control y actuar en consecuencia, sancionando en las urnas las prácticas corruptas.
Lo cierto es que la corrupción en España existe. Aunque no se puede considerar que está institucionalizada, sobre la población española pesa una honda preocupación y es necesario actuar para evitar que la indignación derive en la desconfianza sobre las instituciones, acentuada por los populismos que aprovechan la situación para su beneficio, con el peligro que todo esto supone para la democracia y la economía del bienestar.
- (1) Manuel Villoria Mendieta es catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. doctor en Ciencia Política y de la Administración por la Universidad Complutense de Madrid, licenciado en Derecho y licenciado en Filosofía y Letras; Es director del Departamento de Gobierno y Administración Pública del Instituto Universitario Ortega y Gasset,. Es autor de más de cien publicaciones sobre Administración pública y ética administrativa. Ha ocupado diferentes puestos en la Administración pública española, como el de Secretario de Educación y Cultura de la Comunidad de Madrid.
- (2) Fernando Jiménez Sánchez es profesor titular de Ciencia Política y de la Administración de la Universidad de Murcia, doctor en Ciencia Política por la Universidad Complutense y -Miembro del Instituto Carlos III-Juan March. Es experto de GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción) del Consejo de Europa, y miembro del capítulo español de Transparency International.
- (3) Víctor Lapuente Giné es doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Oxford. Actualmente es catedrático en la Universidad de Gotemburgo (Suecia) y profesor visitante en ESADE. Estudia las diferencias en la calidad del gobierno y las políticas públicas entre países. Es columnista de El País, colaborador de la Cadena SER y miembro del colectivo Piedras de Papel.
- (4) Pablo Simón es profesor titular de Ciencia Política en el Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Carlos III de Madrid. Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la Universitat Pompeu Fabra e investigador postdoctoral en la Université Libre de Bruxelles. Editor de Politikon, coautor de “La Urna Rota” y “El Muro Invisible”, publicaciones conjuntas de este colectivo, y analista habitual en medios de comunicación como El País, La Sexta, TVE o Cadena SER.