Parece que se ha superado lo peor de la Covid 19. Ahora, sin pandemia vírica a la que culpar, estalla ante nuestros ojos, oídos, glándulas una epidemia contra la que no hay vacuna ni cura. Los españoles nos enfrentamos a una epidemia de estupidez que puede modificar durante muchos años o para siempre nuestro modo de vida.
Estamos viviendo una situación grave, gravísima, nos dicen. Hace unos días, los catalanes independentistas desayunaron con una noticia publicada en medios americanos que les provocó un ataque de euforia similar al de un ejército victorioso. El gobierno de España les había espiado, decían los americanos, y lo que dicen los americanos no se puede dudar. Los líderes independentistas corrieron a avisar a los medios españoles. Los medios españoles corrieron a ponerles delante micrófonos y cámaras. Por fin un escándalo iba a librarles de la aburridísima rutina de seguir los esfuerzos del gobierno por reconstruir el país. Un escandalazo digno del sufijo «gate», que pulula por el mundo desde hace 50 años ofreciendo a comentaristas la oportunidad de crear un neologismo para casos de espionaje, produjo un palabro doblemente llamativo por su originalidad y su anglicismo. En España surge otro «gate»; el catalangate, nuevo término digno de figurar en medios internacionales.
Los líderes independentistas, curtidos en la provocación de escándalos, no decepcionaron. Después de dar la noticia y de decir que aquello era grave, gravísimo, pidieron cabezas con el fervor de jacobinos decididos a instaurar el Reino del Terror. Pero la euforia y la furia revolucionaria les duró menos que un trance místico. No tuvieron tiempo de decapitar a nadie. Con la crueldad habitual del gobierno español, el ministro de la Presidencia salió de repente en televisión diciendo que a la ministra de Defensa y al presidente del Gobierno también les habían espiado. Todos los micrófonos y las cámaras de todas partes corrieron a Madrid. El asunto capitalino era mucho más grave y más noticieramente jugoso que un berrinche provinciano. Hundido, otra vez, en la humillación del fracaso, Oriol Junqueras volvió a lanzar al aire la amenaza con que salvó su orgullo en el tribunal que le juzgó: «Lo volveremos a hacer». Nadie le hizo caso. Los referendums ilegales, la proclamación de independencia vista y no vista, las manifestaciones multitudinarias, el bloqueo de avenidas y carreteras, el incendio de contenedores y destrozo de mobiliario urbano solo afecta a los catalanes. Que lo vuelvan a hacer. Es su problema.
En Madrid, micrófonos y cámaras provocan subidones de adrenalina en políticos, periodistas y tertulianos. Lo del presidente y la ministra sí que es algo grave, gravísimo. Tanto así que hasta el partido agregado al gobierno capta la oportunidad de demostrar otra vez ante el vulgo su irreductible personalidad. Salen su portavoz y una de sus ministras destacando la gravedad del asunto y, para no ser menos que los independentistas catalanes, pidiendo cabezas con fervor robespierano. El portavoz no se corta. Pide la cabeza de la ministra de Defensa de España sin medir el peligro de enfrentarse a tal señora. A Margarita Robles nada la turba, nada la espanta, ni siquiera los que registran sus palabras para sacarles punta y convertirlas en puñales. Sus palabras dicen lo que piensa con una firmeza y rotundidad que pone firmes a quienes la escuchan. La bisoñez del portavoz del partido agregado al gobierno y la de otros diputados que aprovechan la tribuna para ganar en estatura no les permitió considerar el peligro de enfrentarse a tamaña personalidad. Intentaron atacarla y salieron trasquilados. No así los periodistas y analistas políticos. Las palabras de la ministra y las especulaciones sobre su posible decapitación llenaron espacios enteros en todos los medios hasta que los jefes del tiempo dedicado al análisis comprobaron que estaban aburriendo al personal. Había que buscar otro chivo para que no decayera el morbo y fueron a por Paz Esteban, la directora del Centro Nacional de Inteligencia.
¿Decayó el morbo? Probablemente, no. Como un suflé mal hecho, el grave, gravísimo asunto del espionaje a independentistas catalanes y miembros del gobierno español no consiguió siquiera que el morbo de los espectadores anónimos empezara a subir. ¿A quién puede excitar el morbo una nevera vacía o medio vacía; una factura que exige pago urgente como la del agua, de la luz, de la hipoteca, del alquiler; un coche que se está quedando sin gasolina; una enfermedad que podría ser de lo peor, pero que tiene que esperar más de un mes para que un médico la identifique; la dependencia de alguien en la familia que exige cuidados todo el día de todos los días?
Enciende el pobre y el medio pobre la radio para que le acompañe en el primer trajín de la mañana con sus problemas a cuestas, y por el aparato salen voces diciendo que España sufre un problema grave, gravísimo porque alguien ha espiado a catalanes y vascos y a la ministra de Defensa y al presidente del Gobierno y dicen los catalanes que por eso puede saltar el gobierno y desmoronarse la democracia y alguien del mismo gobierno dice que si no dimite todo dios, el gobierno se hunde. Si dimite todo dios, ¿quién va a gobernar? El pobre y el medio pobre le echa una mirada rápida a la radio con una mueca de desprecio. Ese problema grave, gravísimo afecta a otro mundo que no es el suyo. ¿Qué sabrán esos a los que les pagan por hablar lo que es un problema grave, gravísimo? Esos a los que les pagan por hablar viven en el mundo de los políticos y su mayor problema es encontrar tela para seguir hablando.
Son pocos los adultos que no descubren muy pronto la existencia de dos mundos paralelos que parecen converger en circunstancias especiales, pero que, en realidad, no se tocan. En uno viven los mindundis que para los políticos solo adquieren forma visible cuando hay que convertirlos en votos. En el otro viven los políticos, siempre preparados para soltar discursos y preocupados por encontrar las palabras más adecuadas para manipular al personal. Entre un mundo y el otro, viven los periodistas, analistas, tertulianos, buscando noticias para animar el cotarro de los unos y de los otros porque en ello les va el sueldo.
Con lo del espionaje vario, los periodistas, analistas y tertulianos han encontrado un filón. Parece que el presidente del Gobierno no sabía nada; qué mal, ¿no? La ministra de defensa tenía que haberlo sabido, pero como no lo sabía, que dimita. Que dimita también la directora del CNI que tiene que saberlo todo, pero no lo dice. Se sospecha que el asunto salió de Marruecos, pero no se puede pedir la dimisión del rey de allá porque ese rey puede volver a abrir el paso fronterizo por donde pasan avalanchas de inmigrantes, y volver a cerrar el otro paso fronterizo en el que se apiñan mindundis marroquíes cargados, como animales, de productos para venderlos en territorio español. ¿Por qué será que el presidente del Gobierno quiere apaciguar al rey de Marruecos como sea? ¿A quién le importan los miles de desgraciados que ven el cielo abierto en cuanto se abre la frontera y los miles de animales de carga que tienen que volver a sus establos sin haber podido descargar porque la entrada al cielo está cerrada y solo les queda el purgatorio del hambre? Lo que importa es que el mundo sepa que los españoles están dispuestos a luchar para que los saharauis sigan viviendo en campos de refugiados cuarenta años más, para que el mundo entero sepa que somos muy buenos aunque tengamos un presidente dispuesto a traicionarles para que el territorio nacional no se vea inundado por infelices marroquíes pidiendo ayuda y desprovisto de los productos que otros infelices marroquíes nos vienen a vender.
Pero el asunto de Marruecos ya huele a rancio y sabe a ensalada sin aliñar. ¿Cómo se puede mantener la animación de la feria? A lo mejor, si a los periodistas, analistas y tertulianos se les ocurriera empezar a preguntarse quién o quiénes suministraron la información sobre el espionaje a los medios americanos que la publicaron, estallaría otro escándalo más grave gravísimo que el espionaje en sí. Habría tela para cubrir provincias. Pero eso no puede suceder. Si resulta que ese quién o quiénes son personalidades muy importantes, la noticia no saldría de las reuniones de redacción. Podría ser muy peligrosa para el medio que la revelara. Podría quedarse sin subvenciones.
El mindundi llega al trabajo dispuesto a enfrentarse a otro día de problemas de mindundi. La gravedad apocalíptica de la situación del país se queda en los medios como un cuadro terrorífico en un museo del terror. El mindundi se aplica, más o menos, a su trabajo de todos los días y de vez en cuando piensa en las vacaciones, si se las puede pagar. Una noche cualquiera, la televisión le ofrece una encuesta. Parece que, de haber elecciones, podrían ganar las derechas. ¿Y qué? Con el cerebro baqueteado por sus propios problemas y por los escándalos que comentan los medios y que se cuelan en sus neuronas por repetición aunque no le interesen, al mindundi le da lo mismo quien gane en el mundo de los políticos. Si un amigo que se preocupa por enterarse de en qué mundo vive le suelta un sermón sobre la pérdida de libertades y derechos que sufrirían todos si en este país ganan las elecciones los partidos que pasan olímpicamente de las necesidades de los ciudadanos, el mindundi le corta con una razón incuestionable: la política no le interesa. Al mindundi solo le interesa llegar a fin de mes. ¿Y si las derechas se lo ponen más difícil subiendo impuestos a los mindundis y bajándoselos a quienes el dinero que tienen saca del montón? ¿Y si las derechas derogan todas las leyes sociales que ha promulgado el gobierno, menoscabando la sanidad, la educación, las ayudas a los más vulnerables? No será para tanto, dice el mindundi. Ya ves, dice la radio que estamos en una situación grave, gravísima por lo del espionaje, asunto que no le importa a nadie, y es verdad, estamos en una situación grave, gravísima por la subida de precios. A lo mejor los de las derechas saben cómo bajarlos, y si no, ¿qué más da? Todos los políticos son iguales y nuestras vidas no van a cambiar, manden los unos o los otros. A lo mejor, el día de las elecciones el mindundi decide no ir a votar. ¿Para qué molestarse?
Parece que periodistas, analistas, tertulianos pierden el tiempo, el suyo y el de quienes les leen o escuchan, dando vueltas y más vueltas al último escandalete hasta que llegue otro. Pero saben los que más saben que no es así. Todos ellos con sus discursos más o menos inteligentes, más o menos aburridos, contribuyen a extender la epidemia de estupidez que garantiza la paz social.