En mis peores momentos, cuando mi mente se esfuerza por encontrar soluciones a problemas reales, me vuelve a la memoria la escena inicial de una película que he visto muchas veces; «La leggenda del pianista sull’ oceano». En la gran escalinata de una plaza, de noche, aparece un hombre sentado en un escalón limpiando su trompeta. Piensa. Recuerda su trabajo como trompetista en la orquesta de un trasatlántico, pero en su pensamiento, lo que más le atormenta es la certeza de haber dejado en el barco a un amigo, un amigo incondicional, de esos que muy pocos tienen la suerte de encontrar en su vida; la certeza de que no volverá a verle nunca más y de que nunca más volverá a tener un amigo así. Recuerda entonces una frase que su amigo solía decir: «Nunca estarás realmente acabado mientras tengas una buena historia y alguien a quien contársela».
Yo tuve quien me contara buenas historias desde que era muy pequeña. Me las contaba una mujer que, en aquella época, cualquiera hubiese dado por acabada. En aquella época, una mujer no podía vivir satisfactoriamente, mucho menos triunfar, sin un hombre al lado. Un día esa mujer, casada con un hombre como el dios de la sociedad mandaba, se vio sola, desamparada, pero tenía buenas historias y tenía a quien contárselas. Yo siempre las escuché con tal atención que sus palabras se transformaban en mi mente en cosas y situaciones reales. Seguí a esa mujer por calles, edificios, habitaciones en las que nunca había estado. Vi y oí a las personas que le hablaban y a quienes ella hablaba. Viví esas historias como si las estuviera viviendo sin darme cuenta, por supuesto, de que estaba viviendo la infancia, la adolescencia, la juventud de aquella mujer con más intensidad que mi propia vida. La noche del 10 de octubre de 1948, por ejemplo, vi a esa mujer rompiendo aguas en la mesa de una cena formal en la Embajada de España en Buenos Aires. Vi cómo dos hombres, uno el marido de la mujer y el otro el embajador, hacían una sillita con los brazos, cómo la mujer se sentaba en la sillita y cómo los dos, a toda prisa, la llevaban al coche de la embajada. Supongo ahora que con ella iría su marido, pero yo solo la veía a ella porque estaba con ella. El coche se detuvo en la primera maternidad que apareció en su camino. Allí parió la mujer a las 2:00 de la madrugada del 11. Aparecí yo entonces, pero no me vi porque ella no me incluyó en la historia. En una historia posterior supe que nací con mucho pelo y muy negro.
Hoy me toca correr de la mano de mi madre hacia un refugio porque atruenan las alarmas que anuncian muerte en las casas y en las calles. El refugio no es un sótano de Ucrania; es un metro de Madrid. ¿Pero hay alguna diferencia? Son carreras que rompen la vida diaria. Es el miedo de los niños confundidos por el terror en los ojos de sus madres. ¿Qué pasa? Los hombres se están matando y matan a cualquiera que aparezca en su camino. ¿Por qué? Los niños no lo saben y por el estupor que transmiten las caras de las madres, se ve que los adultos no lo entienden. Alguien que manda mucho ha mandado que se maten hombres, mujeres, niños. En Madrid, en Ucrania, en Yemen, en cualquier parte donde alguien que manda mucho decide que se maten los demás. ¿Para qué? ¿Para que un día dejen de matarse y empiecen a limpiar escombros y a reconstruir lo que quede de sus vidas y ese alguien que mandaba u otro más o menos igual mande mucho más sobre los miserables en que los ha convertido a todos?
Ayer vi vídeos y fotos de una manifestación en Madrid. Junto a camioneros, agricultores, cazadores y otros que dicen ser del campo, aparecían personajes con poses y expresiones arrogantes que a todas luces no eran como los que protestaban; que a todas luces eran esos alguienes que quieren mandar. Y oí en la radio a quien proponía soluciones imposibles para la mala situación económica que agobia a tantos y a otros que no ven otra solución que la de independizarse de un país y a otros que reclaman el derecho a vivir en condiciones infrahumanas los años que hagan falta hasta que el que manda por encima de todos les permita independizarse para seguir viviendo en condiciones infrahumanas. Me quedé mirando en mi alma a aquella mujer que, sin darse cuenta, me robó la infancia sustituyéndola por la suya. Me encontré preguntándole ¿qué pasa, mamá?, ¿por qué?, ¿para qué? Y entonces volví a oír en la radio la sirena que anuncia muerte y volví a correr con mi madre de once años hacia un metro de Madrid y a vivir el estupor, el miedo en los ojos de mi madre, de su madre, de todos los que estaban allí aferrándose a la vida; como en un sótano de Ucrania.
Dicen los que saben mucho que el asesino al que le ha dado por matar ucranios para expandir su poder, caería, si triunfa, en una locura que le instigaría a seguir matando y que quienes podrían detenerle no se atreven por cuestión de intereses, de dinero. Y mientras escucho sus sesudos discursos comprendo todos los porqués. Pasa lo que pasa por la sencillísima razón de que la mayoría es estúpida y, como decía un economista y filósofo italiano, la estupidez de la mayoría acaba siendo la ruina de un país. Y quien dice un país, dice el mundo entero. Millones de estúpidos en el mundo entero ayudan a los alguienes que solo quieren mandar para que manden mucho más. Uno de esos alguienes marcó a fuego la vida de mi madre y, seguramente, la mía también. Pero esa es otra historia.