Estaba yo a punto de entrar en la adolescencia cuando un libro me estremeció desde el título hasta la última palabra; «Matar a un ruiseñor». Leí todas las críticas que fueron saliendo y corrí a ver la película que no tardó en salir. Las críticas y la película me permitieron profundizar y entender lo que a mi mente, demasiado verde entonces, se le había perdido del texto, empezando por el título. Entendí que matar a un ruiseñor significaba matar la inocencia.
Salimos de una semana en la que parecía que fuerzas malignas hubiesen organizado una batida contra todos los ruiseñores de nuestro país. Empezó con la estela de la denuncia de Alberto Palomas contra los abusos sexuales que sufrió de niño a manos de un religioso en un colegio católico. Terminó con el episodio rocambolesco de la aprobación de la reforma laboral en el Congreso; constatación, por enésima vez, de que la libertad, la moralidad, el respeto al prójimo sufren el acoso de politiqueros fascistas a los que no importa despreciar la Constitución y las leyes; a los que no importa deteriorar la convivencia de los españoles con tal de alcanzar y monopolizar el poder.
La muerte de la inocencia martillea, consciente o inconscientemente, en la mente de casi todo adulto durante toda la vida. Pocos no recuerdan con nostalgia la época en que el mundo parecía bueno. Tal vez en estos momentos, asistiendo a los últimos estertores de la inocencia que pueda quedar a cada cual, a casi todos apriete el miedo al constatar, cada cual, que se ha convertido, irremisiblemente, en adulto; un adulto encerrado en su ego, incapaz de aproximarse al otro sin desconfianza, incapaz de amar sin temor; un adulto envejecido, tenga la edad que tenga, por la sequía de sentimientos.
El niño acosado sexualmente y violado por un adulto sufre para siempre el sentimiento de soledad que le causa no poder fiarse de nadie. Es perfectamente comprensible. Ese adulto monstruoso suele ser un profesor o entrenador simpático, un amigo de los padres, alguien de la familia, alguien que el niño suponía digno de confianza. Todo el que no padezca una lacra sexual destructiva puede comprender que sea la confianza en los demás lo primero que pierde un ser humano cuando alguien de su confianza le produce un daño psicológicamente tan irreparable como una violación. Pero cuando la sequía de sentimientos convierte a los individuos en páramos con apenas vestigios de humanidad y esa sequía se extiende como una epidemia contaminando a sociedades enteras, la causa, las causas, no surgen de un modo tan evidente. Hay que analizar.
La nueva semana empieza con encuestas. Las encuestas nos dicen que, tanto en las elecciones de Castilla y León como en la intención de voto en las generales, se produce un empate técnico entre lo que por costumbre se llama izquierdas y derechas como si todavía viviéramos en el siglo XVIII. Para ponernos al día en nuestra realidad política, tenemos que hablar de partidos progresistas y partidos fascistas. Solo llamando a las cosas por el nombre que las definen podemos entender lo que son y de qué modo nos afectan.
En este caso concreto, las encuestas indican que nuestra sociedad se encuentra dividida en dos mitades. Una mitad se preocupa por el presente con la esperanza de ir progresando en libertades y derechos; la otra mitad vive aferrada al pasado, a la época en que las personas corrientes abdicaban de sus libertades y derechos entregando la organización de sus vidas a quienes ostentaban el poder político; entregándola a fascistas.
Esa división resulta incomprensible para quienes entienden la vida como un camino que debe transitarse hasta que orgánicamente se acaba la facultad de seguir avanzando. ¿Cómo puede ser que la mitad de la gente que nos rodea tenga la intención, no solo de frenar su progreso vital, sino de frenar el progreso vital de todos los demás? La explicación, en el caso concreto de nuestro país, no es tan difícil como pueda parecer. Esa mitad se niega a avanzar por cobardía. La cobardía es natural en el niño que empieza a tomar conciencia de los peligros del mundo de los adultos y de su propia debilidad, pero cuando el que la sufre es un adulto, esa cobardía revela su falta de valor para vivir.
En España, los horrores de la guerra civil produjeron una sociedad acobardada. No hubo niño al que la guerra no matara la inocencia, la confianza en los adultos de un mundo atroz. No hubo adulto capaz de pensar en otra cosa que en la supervivencia. Pasado el peligro de las balas, los cañonazos, los bombardeos, no hubo superviviente a quien quedara valor para luchar contra otra cosa que el hambre. El fascista que había causado la guerra y había vencido pudo ejercer durante muchos años las prerrogativas que otorga el poder absoluto con absoluta tranquilidad porque sus gobernados formaban una masa que había perdido el nervio, el criterio, la voluntad; una masa de niños conscientes de su debilidad que se entregaron sin reservas a los dictados de quien se había erigido en Padre Protector de todos. ¿Pero es posible que después de tantos años de la muerte de ese caudillo paternal, después de tantos años de progreso al amparo de la democracia, la mitad de la población añore la época en que el amo del poder imponía a sus súbditos la infancia perpetua, los miedos de un niño cobarde?
Los fascistas actuales bombardean constantemente a toda la población con discursos que apuntan al miedo. Hay que convencer a todos de que el gobierno actual es un peligro, de lo cual deducirán fácilmente que el peligro siempre peligroso es la democracia. El progreso nos ha alejado de aquella infancia idílica en que podíamos vivir a la sombra de los poderosos sin que nos incordiara la necesidad de hacernos responsables de nuestros pensamientos, de nuestras decisiones, de nuestros actos. Luego el progreso también es un peligro que debemos evitar porque nos aleja de aquella infancia; la infancia de los irresponsables que quieren ahorrarse por todos los medios el esfuerzo de crecer.
«Matar a un ruiseñor», el libro de Harper Lee que me impresionó y aún me impresiona -lo que me dice que, aunque nunca dejaré de crecer, nunca envejeceré- habla de una sociedad asesina de ruiseñores; una sociedad que por todos los medios mata la inocencia de los niños y de los adultos que ponen todo su empeño para no dejar de creer en la bondad del mundo. Sale en sus páginas toda la inmundicia de una sociedad inmunda; racismo, clasismo, inferioridad de las mujeres, todo cuanto sigue ensuciando la convivencia entre las personas por más siglos que pasen desde la creación del hombre. Pero salen en sus páginas también la compasión, la tolerancia, el valor de la verdad, la importancia esencial de un criterio informado por valores humanos y el coraje para defenderlos a toda costa.
Uno querría que esa mitad de los nuestros que acepta las mentiras con que los fascistas intentan esclavizarnos a todos, leyeran ese libro con la inocencia y la receptividad de un niño. Pero vivimos en un mundo en el que se han impuesto las pantallas para educar a las almas en la sumisión al poder. Ahora mismo, en varios estados de los Estados Unidos, los alcaldes del Partido Republicano, totalmente entregado a Donald Trump, están prohibiendo el libro «Matar a un ruiseñor» en todas las bibliotecas públicas, incluyendo las de los colegios.
El ruiseñor es un pajarillo que no hace daño a nadie y que, al contrario, a todos hace bien con su canto imitando los sonidos de otras criaturas del bosque. ¿Quién querría matar a tal ejemplo de convivencia? Solo quien sea capaz de despejar esa incógnita podrá evitarnos a todos el mal que nos acecha.