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"Lo que la oruga llama 'el fin', el resto del mundo lo llama 'mariposa'."

¡Ay, que me da la calambrina!

¡Ay, que me da la calambrina!

 

Tenía yo unos once años cuando las vacaciones de navidad me llevaron a Caracas porque allí estaba mi madre. Un día salió por la radio de su coche una canción que me cautivó porque me hizo reír con ganas. El 4 de mayo, martes, de este año aciago de pandemia y locura, con montones de años más y unas cuantas enfermedades crónicas, desde mi catalana montaña iba yo siguiendo los resultados de las elecciones madrileñas por amor a mi madrileña madre. Resultados devastadores para la razón y los nervios.  Los fui soportando estoicamente con la boca cada vez más abierta, la mandíbula caída, las cejas en la frente, los ojos desorbitados, mi arritmia totalmente arrítmica. Casi al final del recuento de votos, la razón llevó mi mano a la caja de las pastillas buscando alivio, pero el alivio me lo proporcionó mi prodigiosa memoria. De repente, como por milagro del alma de mi madre, empezó a sonar en mis adentros aquella canción transgresora de toda lógica que tanto me había hecho reír en mi infancia. "Al mundo le ha dado la calambrina" me dije, buscando la canción en Youtube. La encontré enseguida y, enseguida también, su inspirada letra iluminó en mi mente, con el prodigio de una intuición, la respuesta a las preguntas que me habían atormentado toda la noche y que podrían condensarse en una sola. ¿Cómo es posible que los infelices medio pobres y pobres totales voten a los defensores del capitalismo salvaje que en cuanto tocan el poder hacen todo lo necesario para dejarlos en cueros? Ya podían salir al día siguiente cientos de analistas ofreciendo sesudas explicaciones de la debacle que la irracionalidad había producido en Madrid. En aquel momento supe que la explicación correcta la tenía yo. Que eso me sirviera o no de consuelo ya es otra historia.  


El mundo al derecho nos llevó de cabeza en 2008 a una crisis económica como la de la Gran Depresión del 29. Para la mayoría, el golpe fue tan fuerte que, para poder soportarlo, empezaron a ver el mundo al revés.  Entonces empezó la Gran Confusión que aún nos confunde. Unos cuantos se aliaron al dios de los vientos para hacer fortuna o incrementar la que tenían. Muchos se aferraron a sus muebles para que el viento no se los llevara. Muchos más suplicaban a su dios de rodillas que lloviera de abajo para arriba por una vez. Un día pareció que el cielo se despejaba de nubes negras. Al día siguiente, del cielo despejado empezaron a caer millones de virus y a los que no murieron, les volvió a dar la calambrina; trastorno mental que se caracteriza por un pánico incontenible y la necesidad vital de encontrar protección. 

 

Algunos observadores capaces de analizar la situación con algo de racionalidad hoy concluyen que el mundo se ha vuelto muy loco, más loco que nunca antes en la historia de la humanidad. Otros más sabios, tal vez por más viejos, encuentran un antecedente en los años 30. En aquel entonces, gente de toda ralea creyó en la protección de un loco más loco que todos los locos juntos y el protector convenció a todos de que de la desgracia se salía entregando los cuerpos al virus de la guerra. Hicieron falta millones de muertos y años de hambre para que los supervivientes empezaran a recuperar la cordura. 

 

 

Un día pareció que una sociedad ya curada trabajaba para disfrutar de su vida en el mundo y mejorar el mundo para que sus hijos pudieran disfrutar de su vida aún más y mejor. Al día siguiente, la economía volvió a estallar en el mundo entero y volvió el pánico y con el pánico, la locura y vuelta a empezar. Y es que la tierra es redonda y gira y no para de girar, por lo que siempre recorre los mismos sitios y a los mismos sitios vuelve una y otra vez. Y el ser humano, ese ser de inteligencia portentosa capaz de transformar el mundo a su antojo y hasta de cargárselo si le da la gana, ¿no puede vislumbrar un modo de caminar en vertical por la ruta del destino que él mismo ha elegido, confiando en la ley de gravedad para no caer de morros y en su propia razón para decidir cómo utiliza su libertad?

 

Libertad, palabra mágica que llega al alma y a las vísceras erizando el vello y llenando el cerebro de endorfinas. Libertad, libertad, cantaban los jóvenes después de la dictadura preparándose para decidir su propia vida y dispuestos a darlo todo por lograr un país más justo, sede de la igualdad, con libertad y justicia para todos. Libertad, palabra que un genio de la propaganda populista  le dio a la candidata a presidenta de Madrid con  la encomienda de que la repitiera sin descanso en todos sus discursos. ¿Libertad para qué? empezaron a preguntarle sus contrincantes.  ¿Puede ser libre el que tiene que consumir horas de su vida en una cola para llegar a unas bolsas que le quiten un poco el hambre, que se la quiten a sus hijos? ¿Puede ser libre el anciano que agoniza en una residencia sin derecho a recibir atención médica, a paliar con oxígeno  la angustia de no poder respirar? La candidata, sin respuestas, llamó desesperada a su asesor propagandista. "Lo de repetir tantas veces libertad ha sido un error. Me están friendo a preguntas. ¿Qué contesto?" "Libertad para irse de cañas. Libertad para hacer lo que a uno le dé la gana", le respondió el genio con rotunda convicción. Y la candidata le hizo caso y no ganó por mayoría absoluta porque Dios no quiso.  

 

Mientras los analistas, comentaristas, tertulianos de los medios al uso -o de derechas por interés o convicción, o equidistantes para no quedar tan mal- escribían o soltaban por la boca las palabras de siempre para echar al gobierno la culpa de la derrota del PSOE, los otros candidatos derrotados y los tuiteros y feisbuqueros de izquierdas contemplaban con estupor los gráficos de todo tipo que cantaban en colores la victoria del PP y tras la pregunta de rigor, ¿cómo es posible?, la emprendían contra los votantes que se habían dejado engañar con una campaña que no se la podía dar con queso ni a un niño listo. Algo se ha hecho mal, sentencian los más sensatos. Ahora toca descubrir qué se ha hecho mal. 

 

 

Una vez más, los más sensatos se engañan. No se trata de descubrir lo que los derrotados han hecho mal. Se trata de aceptar que la candidata a presidenta de la Comunidad de Madrid por el PP lo ha hecho muy bien al seguir con valentía las directrices de su asesor de propaganda. La propaganda en dos frases concebida por su asesor y actuada magistralmente por la candidata, hubiera merecido en otro tiempo y lugar los honores que se le rindieron a Leni Riefenstahl, la excelsa cineasta propagandista del Tercer Reich. ¿Puede haber algo que atraiga y convenza más al común de los mortales que una ciudad libre con las terrazas llenas donde cada cual pueda hacer lo que le dé la gana? Jura al común que eso harás de Madrid si te eligen; júralo con acento y pose de chulapa para que quienes te escuchen te imaginen con mantón y pañuelo en la cabeza rematado con hermoso clavel, y te los llevas a todos de calle. Entonces,  ¿tiene razón el que tacha a los votantes madrileños de imbéciles e irresponsables por volver a entregar el destino de la Comunidad a una mujer que, si no adolece de imbecilidad e irresponsabilidad, las disimula muy bien? Pues no.

 

Con media España restringida, perimetrada, confinada, mustia, vacía a la hora en que empezaba la diversión en los buenos tiempos, ofrece libertad para hacer lo que le dé la gana a quien tiene la cartera y la cuenta bancaria llena para permitírselo, y ese te votará, sin duda. A ese sí se le puede tachar de egocéntrico, imbécil e irresponsable, sin remordimientos, considerando el desastre en que la susodicha y su partido han  convertido a la Comunidad de Madrid tras veinticinco años de expolio.   ¿Y a los medio pobres y pobres totales que también votaron a la señora? A esos les hablas de terrazas llenas y no piensan en tomarse una caña, piensan en clientes pagando, piensan en  dinero para pagar facturas, en el negocio que no tendrán que cerrar; piensan y se ven con una bandeja en la mano y un sueldo en la cartera a fin de mes, sueldo y propinas, dinero para pagar su techo y llenar su nevera sin tener que meterse en las colas de los mantenidos. A los medio pobres y pobres totales les hablas de libertad para ganarse la vida y te besan los pies si hace falta,  porque es la vida lo que les ofreces y no hay nada que le pueda al instinto de supervivencia. No son imbéciles ni irresponsables, son personas luchando por sobrevivir en una sociedad injusta. ¿Y si esa libertad se extiende al virus para que libremente siga contagiando y matando? Hasta ahí no llega la capacidad de reflexión de una persona que ha sucumbido a la calambrina. El dueño de un negocio de hostelería en peligro y el aspirante a empleado en un negocio de hostelería no pueden vivir más allá del ahora mismo, no pueden dedicar su tiempo a razonar sobre las ideologías políticas y los programas que unos y otros le quieren vender. 

 

En la más próspera economía del mundo, 70 millones de cabezas perdieron la razón por seguir al loco circense de Donald Trump. A la mayoría aún le dura la calambrina. Consuélenos y esperáncenos considerar que 75 millones de cabezas racionales votaron hace poco por Joe Biden, un hombre racional, moral, empático, dispuesto a entregar los últimos esfuerzos de su vida para curar a los enfermitos y volver a dar al mundo una sociedad sana, libre del virus asesino y libre de la calambrina que nos acogota. 

 

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