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"Lo que la oruga llama 'el fin', el resto del mundo lo llama 'mariposa'."

Contra el odio, la voluntad

Contra el odio, la voluntad

Anoche volví a ver una película escalofriante. No hay en ella monstruos ni efectos especiales ni coches desbocados persiguiéndose ni crímenes ni violencia de ninguna clase. Va de un viaje por la mente de Bertie, un infeliz tartamudo aquejado de inseguridad y timidez patológicas al que el destino o lo que sea obliga a convertirse en Rey del Reino Unido y de la Mancomunidad Británica. Va de la lucha de ese hombre, torturado desde niño por su discapacidad, y la de otro hombre, un hombre corriente que, haciéndose pasar por logopeda, intenta ayudarle para que pueda hacer frente a su vida pública. Alguien diría que en esa película no pasa nada, pero, para el espectador atento, pasa de todo, porque nada puede resultar más espectacular y emocionante que ver cómo la voluntad va imponiendo su poder hasta transformar el carácter y, por ende, las vidas de esos dos hombres. Esa transformación, gracias a la omnipotencia del poder de la voluntad, parecería increíble si no supiéramos que los hechos que narra la película fueron hechos reales. Una escena en particular me cortó la respiración las dos veces que la vi. Estaba el tartamudo Bertie rumiando su inseguridad y el golpe brutal de su destino mientras miraba las noticias en una pantalla de cine instalada en palacio, cuando en la pantalla aparece Adolf Hitler chillando un discurso, vomitando palabras de odio a toda velocidad y sin tartamudear. La expresión de la cara del excelente actor que encarna a Bertie permite captar que, en ese momento, ese hombre comprende que no puede darse el lujo de seguir regodeándose en sus miserias privadas. El histérico que grita en la pantalla tiene poder suficiente para destruir a Europa con sus ejércitos. Él, Bertie, ya para siempre Jorge VI, Rey, tiene el deber de conducir a su pueblo a la victoria contra los que pretenden entronizar al odio satánico en el mundo. En ese momento, Bertie se convierte en soberano de su propio cuerpo, de su propia mente, de sus propias convicciones y de sus propios actos, impelido y protegido por el poder de su voluntad.


Esta semana, la presidenta de la Comunidad de Madrid ha dicho una gran verdad. Vino a decir que los españoles estamos sometidos al matraqueo de un discurso guerracivilista, atribuyendo ese discurso al presidente del gobierno. Ni con toda la mala voluntad del mundo puede alguien interpretar en los discursos formales o informales de Pedro Sánchez la crispación, la intención de alterar la paz en España. Entonces, ¿de dónde sale el discurso guerracivilista que percibe Isabel Díaz Ayuso?

España está dividida en dos bandos, como en el 36, es cierto; dos bandos partidos por un odio que parece pedir sangre. Un bando se apropia de conceptos y valores como el respeto a los privilegios del que más tiene, el de la familia como Dios manda, el del Dios de la única religión verdadera que todo auténtico español reconoce en la Iglesia Católica, Apostólica y Española que, por voluntad divina, es la única que tiene el derecho de imponer su voluntad porque tiene en sus manos las conciencias y, por ende, las voluntades de todos sus fieles. Este bando, defensor de valores inmortales, acusa al otro bando de socio comunismo, una ideología política extranjera que, como sabe toda persona de bien, atenta contra todos los valores antedichos que todo auténtico español defiende.

Lo que no ha dicho nunca ni dirá la presidenta de la Comunidad de Madrid es que en esos conceptos y valores se esconde la discriminación, la crispación, el odio que estuvieron incendiando las mentes desde el triunfo en las urnas de la República en el 31, hasta que en el 36 sublevaron a la mayoría del ejército contra sus compatriotas del bando que llamaban rojos. Lo que no dirá nunca es que en el 39, los mismos conceptos y valores en versión germánica fueron aplastando, con las botas del ejército alemán y sus aliados, a todos los europeos que no compartían los patrióticos conceptos y valores del tirano del Tercer Reich.

Lo que no dice Isabel Díaz Ayuso ni dice el presidente de su partido, Pablo Casado Blanco, es que ante la imposibilidad de ganar el poder en las urnas, se impone dividir el país en bandos irreconciliables, engañar a los miserables para que vean en los conservadores a la gente buena que les librará de su miseria intelectual, moral y económica, y para que en los socialistas vean a los malos, capaces de quitarles todo lo que tienen para dárselo a los pobres vagos y a los extranjeros. Lo que no dicen es que, incapaces de convencer a los miserables para que les voten ofreciéndoles un programa que garantice su salvación; un programa avalado por una trayectoria de trabajo por la igualdad y el bien de todos, a los conservadores ya no les queda otra para ganar elecciones que recurrir a la mentira y a la crispación. Si las convicciones no bastan para dirigir el voto, que lo dirija el odio.

Son muchos los que, habiendo leido u oido hablar a sus mayores o viendo en películas la mentira y el odio que arrastraron a los españoles a la guerra civil y las horrendas consecuencias que tuvieron que sufrir durante años, se preguntan, perplejos, qué nos ha pasado; cómo hemos vuelto a las puertas del infierno; por qué. De esto sí que no se puede culpar al virus. Hace años que el partido que más odio exuda y provoca logró colocarse en Andalucía, aunque fuera del gobierno, en posición de ordeno y mando, y siguió subiendo y ordenando y mandando en varias comunidades, y dicen que será en Madrid donde más subirá. ¿Nos hemos vuelto locos los españoles o es que antes de la pandemia del virus sufrimos una epidemia de miseria que nos atontó?

Pero es que esta atmósfera enrarecida no se concentra solo en España. El odio vuelve a volar a sus anchas por todo el orbe sin que nadie sepa cómo volvió esa bandada negra ni cuándo desaparecerá. Un vistazo por el exterior puede dejar el vello de cualquier persona normal convertido en punchas de puercoespín. ¿Qué está pasando?

El pretexto de civilizar a pueblos que se consideraban inferiores llevó a los europeos a colonizar tierras desconocidas para ellos, y la ambición de explotar esas tierras condujo al exterminio de sus dueños. Hoy, los descendientes de esos europeos tienen la ignorancia supina y la desvergüenza de considerarse superiores a los indios, dueños de las tierras que ocuparon los blancos en América, y superiores a los negros, personas que los blancos secuestraron para hacer fortuna vendiéndolos y utilizándolos como esclavos para hacerse ricos sin tener que trabajar. Hoy, el racismo ha vuelto a brotar como la mala hierba en países en los que, tras muchos años de lucha, se creía exterminado. ¿Por qué? Porque de la conciencia de los blancos no ha habido perdón humano ni divino que haya borrado la culpa de la colonización, del exterminio de los dueños de las tierras que usurparon, del secuestro y la tortura de hombres, mujeres y niños africanos. La culpa pesa mucho. Aunque el culpable crea haberla borrado de su conciencia, su aguijón sigue castigando al culpable aunque el culpable no sepa ni por qué se castiga.

En los Estados Unidos, cualquier catedrático, cualquier experto en cualquier área, cualquier analista político de raza india o negra deja en ridículo por comparación de racionalidad y conocimientos al que fue presidente del país hasta antes de ayer. Sin embargo, Donald Trump, con su racismo, sigue contando con millones de admiradores entre los miserables que, al parecer, necesitan sentirse racistas para sentirse personas. El racismo es otro de los tentáculos del odio, pero hay más. Hay quien necesita sentirse xenófobo por la misma razón y quien necesita mostrar su odio por los homosexuales para que nadie, ni él mismo, dude de su normalidad. Donald Trump vive de hacer el ridículo repitiendo sus llamamientos al odio y ahora estafando a los miserables que responden a sus desesperadas peticiones de donativos para hacer frente a los múltiples problemas económicos y jurídicos que le están amenazando con la ruina. Y los miserables le están enviando dinero. La única explicación posible es que hay miserables que necesitan odiar a los demás para no odiarse a sí mismos. ¿Será eso lo que ha ocurrido a los líderes del PP en España para que sus discursos y su actuación en el Congreso ya no se distingan de los discursos y la actuación de los predicadores del odio más matones?


Por María Mir-Rocafort



Sabemos que las palabras expresan la realidad tal como la hemos construido en nuestra mente. Eso nos coloca frente a dos alternativas: construir en nuestra mente la realidad según nosotros mismos percibimos y analizamos los hechos o permitir la entrada en nuestra mente a la realidad que otras mentes se han construido según sus propias necesidades, creencias, conveniencias o caprichos, al margen de los hechos que se pueden comprobar. O aceptamos las medidas para prevenir el contagio del virus, por ejemplo, o creemos que el virus no existe, que es la creación de una mente diabólica que quiere controlarnos. O analizamos fría y concienzudamente lo que ofrecen los partidos políticos y la credibilidad que merece la trayectoria de sus líderes o aceptamos como realidad las mentiras con que intentan emocionarnos; las mentiras con las que nos instigan a odiar.

La elección entre una alternativa u otra depende exclusivamente de nuestra voluntad. Es nuestra voluntad la única que decide si damos crédito a nuestras propias facultades y actuamos según nuestro propio criterio o si abdicamos de nuestro propio juicio otorgando a otros el derecho a juzgar por nosotros. Lo que nada ni nadie puede negar es que las consecuencias de esa elección afectan a quien elige y pueden, además, afectar a quienes tiene a su alrededor y más allá.

No sabemos cuántos negacionistas habrán sucumbido a la infección del virus. Sabemos que el odio sigue costando en el mundo entero millones de vidas humanas que hubieran podido salvarse si al odio se hubiera enfrentado la voluntad de los seres humanos decididos a defender a toda costa su racionalidad y su derecho a actuar según su propio criterio racional.

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