Parece mentira. Un filósofo con cara de filósofo y anticuadas gafas de concha ha vuelto loca a tres cuartas partes de la politiquería de este país al anunciar que se presenta a las elecciones de president de Cataluña. Parece mentira. Un hombre con cara de buena persona, un hombre tranquilo sin ningún rasgo inquietante, ha causado terror agitando la glándulas de todos los aspirantes a gobernar la autonomía más importante del país y a todos los politiqueros de todos los partidos distintos al suyo. ¿Por qué causa ese pánico? Uno se lo pregunta porque no se lo explica. Todos le ponen a parir como si ese hombre fuera una amenaza para todos los politiqueros de la tierra. Y a los politiqueros se han unido, ¿como no?, todos los comentaristas a sueldo de las derechas y los comentaristas serios que pretenden no estar a sueldo de nadie más que de sus propios intelectos, intelectos que adolecen de una mediocridad que espanta; comentaristas cuyas voluntades les mueven a instruirse, por puro terror, con las directrices de las tres derechas para no meter la pata demasiado cargándose prestigio y sueldo. ¿Qué tiene Salvador Illa que ha puesto a temblar a toda la politiquería nacional?
Hay misterios que uno no se explica porque las explicaciones se intuyen y da miedo enunciarlas y tener que enfrentarse a ellas. Tanto miedo dan que a veces uno busca subterfugios para encubrir verdades que uno supone podrían ser demasiado dolorosas. El virus potencialmente asesino que nos acecha desde cualquier esquina, por ejemplo, se ha convertido en subterfugio universal para eludir las causas de muchos de nuestros problemas. Por ejemplo, el fracaso de una relación puede deberse a la pérdida del trabajo, al cierre de un negocio, a una convivencia constante durante demasiado tiempo; y la culpa de todo eso la tiene, por supuesto, el virus. Pero resulta que el virus no nos sirve para explicarnos problemas que nos amargaban la vida mucho antes de que el virus existiera y que amenazan con amargárnosla igual cuando las vacunas hayan acabado con su existencia. Cuando volvamos a la normalidad, ¿a quién o a qué vamos a echar la culpa de la aspereza, la inquina, la irritación, el encono, el odio que divide nuestra sociedad? ¿A quién o a qué vamos a echar la culpa de haber perdido la libertad que nos permite ser seres humanos, de haber permitido que nos esclavice la mentira, que la mentira nos robe la empatía y que sin ninguna de las dos cosas nos dejemos animalizar cada vez más? Si lo pensamos bien, tal vez nos demos cuenta de que antes de esta pandemia, sufriamos la infección crónica de un virus que no habíamos identificado.
Salimos de la dictadura cantando canciones que despertaban nuestras ansias más humanas. Libertad, libertad, sin ira, libertad, cantaban los de Jarcha. Y millones de españoles se emocionaban con la letra creyendo, llenos de esperanza, en una España en la que todo sería posible porque no habría botas militares que amenazaran con aplastar nuestros sueños, nuestras ambiciones. Libertad, cantábamos en manifestaciones alegres agarrando del brazo al desconocido de al lado sin importarnos su raza, su religión, sus ideas políticas. Lo único que nos importaba era que ese hombre, esa mujer, era un hermano, una hermana que anhelaba y exigía lo mismo que cada uno de nosotros; libertad.
Y llegó la libertad porque cada uno de nosotros la exigió y votó por ella. Pero esa libertad no creó un mundo nuevo con sueños al alcance de cualquiera que estuviese dispuesto a luchar por alcanzarlos. Esa libertad, dijeron los viejos de alma vieja, era sólo la fantasía de unos jóvenes melenudos que se negaban a entender que España era diferente, diferente a todos los países vecinos que habían sufrido dictaduras y guerras y habían dicho, con toda la fuerza de sus almas, nunca más. Y para demostrar que España era diferente, entraron en el Congreso unos guardias civiles, pistola en mano, para acabar con aquello que llamaban democracia. Y porque el Jefe del Estado les negó su apoyo, esos brutos con pistolas tuvieron que salir del Congreso y los diputados libremente elegidos pudieron volver a sus escaños a legislar. Pero aquellos guardias civiles y quienes les mandaron a matar a la democracia no fueron derrotados del todo. Con su brutalidad consiguieron volver a instilar en las almas de todos los españoles, incluyendo las almas de los políticos, aquello que a todos nos había mantenido de rodillas durante cuarenta años; el miedo.
Tantos años llevaban los españoles acostumbrados al miedo, que en cuanto el miedo volvió durante unas horas, la mayoría volvió a infectarse de ese virus, peor que cualquier virus de los que atacan el cuerpo. El miedo se nos enquistó en el alma con mayor virulencia que en las pestes de la guerra y de la dictadura. El miedo nos acobardó; nos acobardó a todos. Desde el presidente del gobierno al último de la fila; el miedo nos acobardó hasta el punto de hacernos renunciar a la libertad de ser lo que cada cual quería ser. ¿Miedo a qué si ya no no nos amenazaban las botas militares?
El miedo que nos invadió no era la reacción a una amenaza concreta; no tenía el valor épico de los grandes momentos de la historia que merecen reseña en la literatura, en la historia. Era, continua siendo, un miedo prosaico, como cualquier emoción cotidiana de baja intensidad. Es una sensación que aprieta las glándulas cuando uno se despierta por la mañana y sigue incordiando los sueños cuando nos dormimos. Vivimos con miedo de la mañana a la noche sin poder precisar siquiera la causa de ese miedo, tal vez porque ese miedo tiene una causa difusa que no se puede concretar, y la imposibilidad de encontrarla para poder enfrentarse a ella nos da miedo. O sea, que nuestro miedo se alimenta de sí mismo, por lo que cabe suponer que es una enfermedad crónica que vivirá con nosotros hasta que dejemos de vivir. O sea, que nos acostumbramos a vivir con miedo y con él vivimos sin hacerle caso como si fuera cualquier parte del cuerpo que no nos duele. Entonces, ¿para qué darle importancia? El mundo está lleno de monstruos que se alimentan del miedo de la mayoría. Esa es la importancia que tiene.
Años antes de que les enamoraran la libertad y la democracia, los españoles habían entregado alma, corazón y vida a otras cosas modernas que les transformaron en personas modernas como sus vecinos del continente; las letras. Con letras pudieron comprarse lo que nunca habían soñado tener. Y un día llegaron las tarjetas de crédito permitiendo al españolito codearse con los señorones al ver duplicados o triplicados su sueldos, a crédito. Y el españolito entregó su vida a las hipotecas, a las tarjetas, a los aparatos, a toda la parafernalia que adorna a la clase media, a todo lo que se había podido comprar a plazos. Y todo eso se volvió imprescindible para ser una persona porque ser una persona no dependía ya de abstracciones como el ser o no ser; dependía y depende de algo mucho más práctico y comprensible; tener o no tener. Hasta que muchas de las cosas que teníamos empezaron a estropearse y ya no sirvieron ni las letras ni las tarjetas de crédito para reemplazarlas, ni pudimos comprar cosas nuevas, porque ya no teníamos ni trabajo ni sueldo suficiente para avalar un crédito. De repente nos dimos cuenta de que ya no teníamos. Y el miedo cotidiano se volvió terror, pánico a no volver a tener, a no volver a ser.
Y aparecieron los monstruos comemiedo. La culpa de que ya no tuviéramos, nos dijeron, era de unos extranjeros que no tenían nada y que venían a robarnos lo poco que nos quedaba. El miedo parió al rechazo; el rechazo, al odio. Y la culpa de que llegaran los extranjeros ladrones la tenía un gobierno que no sabía gobernar. El que se lo creyó cambió el voto. El nuevo gobierno votado se puso a robarnos, lo que teníamos y otras cosas como la libertad. Y vino otro gobierno. Y los monstruos comemiedo, cada vez con más hambre, se pusieron a agitarnos las glándulas, cada vez con más ahínco, señalando culpables de nuestras desventuras. La culpa de que no tuviéramos la tenía el nuevo gobierno que robaba nuestros recursos para dárselos a otra autonomía. Los que se lo creyeron, sintiéndose robados, renegaron de España entregando toda su esperanza a una independencia imposible sin preguntarse siquiera cómo la iban a mantener. El miedo fue dejando un reguero de odio y el miedo y el odio fueron alterando los cuerpos y las almas hasta dejar a medio país medio loco. Y llegó el coronavirus y los monstruos comemiedo se frotaron las manos y empezaron a soltar disparates aterradores porque los medio locos no piensan y los que no piensan no distinguen los hechos de la mentiras. Y fue así como el gobierno y los adversarios políticos y los inmigrantes y las mujeres y los fenómenos de la naturaleza se convirtieron en aterradores culpables de todo. Y fue así como un filósofo con anticuadas gafas de concha, con pinta, pose y discurso de buena persona se convirtió, en los discursos de los monstruos comemiedo, en asesino defensor del virus chino que nos está matando a todos.
Los monstruos comemiedo viven de los miedos de los cobardes y los cobardes se creen cualquier mentira que les prometa salvación. Que a nadie se le ocurra votar por un hombre tranquilo que se va a su comunidad autónoma para desterrar el odio, la división que la separa del resto de España; un hombre que se compromete a trabajar para que recuperemos lo que teníamos empezando por una convivencia de seres humanos dispuestos a luchar por nosotros mismos; empezando por recuperar el respeto a nosotros mismos que los monstruos comemiedo intentan destruir cada día dándonos a tragar mentiras como si fuéramos idiotas incapaces de distinguir la realidad. Pero el respeto a uno mismo y el respeto a los demás, el respeto, es una abstracción que no interesa a nadie porque no es algo tangible que pueda disfrutarse y exhibirse. Por eso los monstruos comemiedo no respetan a los adversarios ni ofrecen el respeto como un valor codiciable. Por eso no sienten respeto alguno por la verdad. Por eso no les importa convertir a un ministro de sanidad dedicado a lidiar con la pandemia que amenaza a todo el país, en un incompetente que solo garantiza enfermedad y muerte.
Hace tiempo que algunos analistas nos están diciendo que vivimos en la era de la posverdad. Hace poco que algunos se han dado cuenta de que la posverdad es el pre fascismo. He llamado aquí monstruos comemiedo a esos que utilizan la propaganda fascista para agitar las emociones y conseguir electores ingenuos que entreguen su voto a quienes les ofrecen protección, una protección tan falsa como todo lo que dicen. Esos fascistas encubiertos son fácilmente reconocibles porque, a falta de programas políticos coherentes con una ideología determinada, se dedican al politiqueo, es decir, a derribar al adversario como sea para hacerse con el poder. Por lo mismo, también se pueden reconocer fácilmente a los auténticos políticos. El político no cuenta mentiras en sus discursos; ofrece soluciones a los problemas de los ciudadanos. El político cuenta cómo piensa gestionar los recursos para el bien de la comunidad. El político nos insta a la unión de todos para evitar que la división nos debilite. El político, como Salvador Illa, por ejemplo, nos dice que es posible hacer limpieza a fondo de una casa tenebrosa, llena de telarañas y suciedad, para empezar a vivir en ella a gusto dejando entrar la luz que a todos nos ilumine para volver a empezar con ánimo y con ganas.