Madrid no huele a otoño. El miedo, la desconfianza, el bochorno, la vergüenza, la indignación, la indiferencia… han barrido los aromas otoñales del cielo madrileño, oculto por la contaminación que arrastra el virus. Los ciudadanos caminan embozados ocultándose al doblar las esquinas. El rostro cabizbajo mientras cruzan la calle, obedientes al color verde, separados como zombis jugando a tapar la calle. Unas calles llenas de comercios tristes. Vacíos unos, cerrados otros. Terrazas sin manteles a la puerta de bares sin barra. Camareros de cera, peluqueros disfrazados cortándose el pelo entre ellos. Parques vacíos, niños que juegan sin gritar ni correr, agarrados a sus padres.
Los coches, pocos, circulan despacio. Los taxis se alinean en sus paradas. Los autobuses transportan ciudadanos separados por el miedo, concentrados en mirar sus móviles inútiles y en cruzar marquesinas vacías. Impecables, los ejecutivos se sientan silenciosos para rellenar el tiempo del almuerzo. Una hamburguesa y un vaso de agua esperan en la mesa a que el móvil les llame. Los ciclistas gastronómicos pedalean tranquilos. Los vulnerables se refugian en las puertas de los cajeros sin extender la mano. Los músicos callejeros no alteran la paz ciudadana y en los vagones del Metro los artistas andinos no ven pasar al cóndor.
Las colas ante puertas cerradas comienzan a colapsar las aceras. Farmacias, supermercados, panaderías… Los displays callejeros lucen publicidad municipal y espesa. Mascarillas obligatorias, no más de dos a la vez, distancia, hidrogel, manos limpias. La noche refresca, hace frío y no hay donde refugiarse. La ciudad vive encerrada en edificios blindados. Nadie aplaude desde ventanas y balcones. Los indigentes entran en los cajeros y los músicos dejan reposar sus instrumentos en el laberinto de los suburbanos. Los viejos se ocultan para cerrar sus ojos sin molestar. Las televisiones entonan sus mantras sectarios y por sus pantallas desfilan mensajes encriptados. Mañana hay que…
Mañana es hoy. Las puertas de hospitales y centros de salud amanecen cerradas, vigiladas por guardias de seguridad. Las barreras cierran las salidas de la ciudad bajo el control policial. Las puertas no obedecen al cartel y la cola no cesa de crecer. Los últimos ya no ven a los primeros. Los pies luchan en silencio para defender su trozo de cemento. La mascarilla transforma la respiración en una espesa niebla que ciega la vista. Nadie ve a nadie, estrábicos los ojos de tanto mirar sin ver. La cola ya es un laberinto sin salida. Los coches apenas caben en el trozo de calle sin ocupar. Avanzan despacio, temerosos sus conductores de rayar las carrocerías. Verde, ámbar, rojo, derecha, izquierda, adelante, atrás. La cola se mueve como un acordeón al ritmo de los colores que detienen o escupen coches. Inquieta, nerviosa, impotente, la gente se mueve como cadáveres arrojados al mar con los pies lastrados por el asfalto conquistado. El fuelle del acordeón exhala un aliento jadeante. De las calles adyacentes llegan irritados bocinazos, voces de gente con prisa. Atasco, bocinas, gritos, furia, insultos, sirenas, cascos, porras, sangre, muerte. La gente pierde el aliento, desaparece la niebla. Cae el primero, el segundo, el tercero, el otro y el otro y el otro… La estadística deja de contar. Los números no tienen nombre.
Los servicios de limpieza lavan con oleadas de agua los escombros de la cola. Ante la puerta inútilmente abierta un hombre acompaña su monótona letanía limosnera con las desafinadas notas de un inservible acordeón. Y mientras mueren, sufren y lloran las víctimas de un virus que ha elegido Madrid como sede capitalina de sus vuelos mortales, la Presidenta IDA y su jefe Casado arengan a sus huestes y desde sus anónimos balcones digitales exclaman, ¡Que no se acabe la pandemia! Pero terminará. Pese a ellos y sin ellos, claro. Nosotros decidiremos si queremos que termine como el Universo en el poema de T.S. Elliot. Con una explosión nuclear o con un gemido de impotencia ante el dolor.