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"Lo que la oruga llama 'el fin', el resto del mundo lo llama 'mariposa'."

Así nos ven los suecos, apiñados y con políticos desleales

Así nos ven los suecos, apiñados y con políticos desleales

Vista desde el lejano norte donde comienza a desaparecer la Unión Europea, España semeja un naufrago incapaz de acercarse a la costa cercana y rodeado de tiburones cada vez más voraces y hambrientos. Uno lee con el ánimo sobrecogido las noticias que hablan de su país. Las estadísticas diarias sobre contagios, hospitalizaciones y fallecimientos son portada de todos los medios de comunicación desde el mes de febrero. Ni tan siquiera el affaire Messi pudo desplazar al Covid19 del titular a cinco columnas. Médicos que denuncian falta de recursos técnicos y humanos, empresarios que ponen la mano por las esquinas, trabajadores sin esquinas donde poner la mano, políticos tirándose a la yugular del rival -mas bien enemigo- político y sacudiendo responsabilidades como el indigente estudiante de Salamanca sacudía de su capa las metafóricas migas de pan con las que no podía entrar en Lisboa.

Suecia respeta las normas y a su Gobierno legitimo


Dicen los expertos, algunos, que la causa de esta segunda ola pandémica que ha vuelto a poner a España ante el espejo de su realidad, es porque los españoles viven, vivimos, apiñados. Basta ir a bares, restaurantes, discotecas, parques, medios de transporte público para comprobar que el país, en su conjunto, no asume la responsabilidad ni individual ni colectiva de acabar con una pandemia que nos está devorando como sociedad. Pasada ya la época del buenismo, de los aplausos y de la solidaridad creada por la necesidad, nos enfrentamos a nuestra hipócrita e insolidaria realidad. La imagen que vendieron los medios de comunicación durante el estado de alarma, especialmente la radio a través del Dúo Dinámico, nos hizo creer que éramos una piña. Lo cierto es que, simplemente, viviamos apiñados.

Si durante la escalada subimos a la cima de la solidaridad con los vecinos a quienes estuvimos años sin hablar más allá del buenos días y buenas noches de rigor, en la desescalada bajamos a nuestro suelo como si fuéramos acciones del IBEX. Los aplausos tornaron en ácidas críticas a los sanitarios y la solidaridad en un sálvese quien pueda. Sin respetar normas ni recomendaciones médicas nos juntamos en botellones, discotecas y fiestas sin pensar en las consecuencias y sin importarnos si propagábamos la enfermedad. Todos a una como en la comedia de Lope, somos responsables -con algunos, bastantes, de nuestros dirigentes autonómicos a la cabeza- de las consecuencias que sufrimos y que nos han situado en el escalón mas alto del podio de la pandemia mundial.

Nada que ver nuestra actitud con el en ocasiones criticado modelo de Suecia, país desde cuya capital, Estocolmo, escribo este artículo. Mientras los españoles viven, desconcertados y enfrentados, la problemática coyuntura de iniciar el curso escolar sin saber si hay bastantes profesores ni si los colegios y guarderías tienen el espacio suficiente para mantener las distancias de seguridad, máxime entre niños a los que resulta difícil frenar su energía, en Suecia ni aun en los momentos de mayor pico de la pandemia cerraron los colegios, unos colegios cuyo entorno de bosques ciudadanos y grandes parques permiten a los escolares jugar y aprender al aire libre. Es su forma de vivir.

Cuesta imaginar una sociedad como la española escondida tras sus máscaras cuando llevas tiempo sin ver rostros ocultos por mascarillas ni personas que se apartan al paso de sus conciudadanos. Cuando salí de España, hace ya dos meses, lo hice con el temor de encontrarme con un país de irresponsables insolidarios que no respetaban las mínimas normas de prudencia sanitaria. Tardé poco tiempo en darme cuenta de lo erróneo de esa apreciación. El que tardé en caminar por la ciudad libre de mi confinamiento psicológico y observar una fiesta de cumpleaños en un céntrico parque. Once niños y doce adultos. Los niños corren y se divierten. Los adultos controlan y conversan de dos en dos. Están separados y la conversación colectiva se realiza sin perder la distancia. En ningún momento se tocan ni se rozan.

Por cultura, los suecos no saben vivir apiñados. Tienen tanto espacio natural que no cometen el error de despreciarlo. Amantes de la vida al aire libre, del ejercicio físico y de su independencia, es difícil presenciar botellones o reuniones familiares en los bosques convertidos en parques que rodean sus grandes lagos. De uno en uno o como mucho en parejas, cumplen el rito del running. Y si hay cuatro es una familia de padres con dos hijos pequeños haciendo picnic. Como dice una amiga de Gotemburgo, “mantener la separación es natural en nosotros. Más nos costaría juntarnos”.

Tampoco les costaría. El compromiso de la sociedad sueca con la democracia y con el Gobierno salido de las urnas es total. Tal parece que su slogan preferido es la letra de la conocida canción de Antonio Machín: “sin firmar un documento, sin mediar un previo aviso, sin cruzar un juramento hemos hecho un compromiso”. Y el compromiso es la obediencia, no la sumisión, a las decisiones del Gobierno elegido, sea monocolor, bicolor o tripartito, cualquiera que sea su ideología. De ahí que no hagan falta decretos ley ni estados de alarma. Basta con las recomendaciones para que la sociedad cumpla las normas no escritas. En la calle y en el Parlamento.

Al contrario que la oposición española, aquí todos respetan al Gobierno que ellos mismos han elegido. Hay debate, pero no conflagración, argumentos, pero no insultos. A ningún partido se le ocurriría, ni la sociedad se lo permitiría, transgredir la Constitución ni poner en cuestión los resultados electorales. En Suecia sería imposible no cumplir el mandato constitucional de no renovar el Consejo General del Poder Judicial por espurios intereses partidistas, ni tampoco que un ex consejero de Sanidad utilice la puerta giratoria para demandar al Gobierno y publicitar su empresa, ni interponer querellas por homicidio, ni… Les dejo a ustedes la elaboración de la lista.

Esta actitud de nuestros políticos está dañando la marca España a unos límites que traspasan fronteras. Una profesora que ha vivido varios años en Barcelona me pregunta cómo está la situación en España. Sus amigos catalanes le comentan que es muy mala y que lo más probable es que vuelvan a confinar el país. Sin esperar mi respuesta me pregunta si va a volver la dictadura. Respondo con un categórico y sorprendido no. Cuando nos separamos reflexiono. Esta es la imagen que propagan los independentistas catalanes y que la irresponsable, cainita y falaz oposición de Casado y Abascal, del PP y de VOX, fomenta haciendo el juego a los separatistas catalanes. En su intento de derribar al Gobierno de coalición, unos y otros están carcomiendo la sociedad democrática que con tanto esfuerzo han construido dos generaciones de españoles.

Tal vez por eso, porque son democráticamente solidarios con las decisiones de su Gobierno y de los expertos que han diseñado la estrategia, Suecia ha dominado la pandemia. Con errores, con críticas, con muertos, con recesión económica -desde mi último viaje hace un año el aumento de indigentes durmiendo en las estaciones de Metro o pidiendo en la puerta de los supermercados evidencia este retroceso- pero sin mascarillas, sin contagios transmitidos por comportamientos irresponsables. Juntos, pero no revueltos, los suecos conviven saludablemente distanciados. Son la cara de una moneda donde la cruz es España, cuya sociedad forma una piña piramidal enferma e insolidaria.

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