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"Lo que la oruga llama 'el fin', el resto del mundo lo llama 'mariposa'."

Si no son útiles... se les silencia

Si no son útiles... se les silencia

Mi último artículo iba sobre los viejos, esos seres deformes, arrugados por el uso, usados, tan usados que están para el descarte, esperando que el tiempo los descarte de una vez para que dejen de estropear el orden, la estética de una casa. Algunos jóvenes y otros que todavía no son tan viejos no quieren o no pueden esperar a que el tiempo haga esa definitiva limpieza de armario, y llevan a sus viejos a una residencia, esos lugares concebidos para que los viejos esperen la muerte sin incordiar a las familias que aún tienen que buscarse la vida. Gran invento las residencias para conservar el orden burgués.


Allí el inútil abuelito puede pasárselo muy bien conviviendo con otros inútiles abuelitos, y las familias pueden vivir con la conciencia tranquila sabiendo que el abuelito está bien cuidado y contento de vivir con otros abuelitos los últimos días que le queden en este mundo. .

Hasta que un día, como si Dios mismo se hubiera hartado de tanto abuelito contento y familia tranquila, se desata una horrible epidemia y la epidemia entra en esas residencias iluminando las salas, las habitaciones, todos los rincones de esos sitios ideales para pasar las últimas vacaciones, y la luz revela al mundo la existencia de viejos, viejos sucios, enfermos, muriendo sin que nada ni nadie pueda paliar su última angustia, sus últimos dolores, las últimas torturas de la soledad. Los expertos sanitarios imponen, con la mejor intención, que se prohíban las visitas de los familiares. Un gobierno infrahumano prohíbe que se lleve a los viejos enfermos a los hospitales. El final de la tragedia se le deja al tiempo esperando que se dé prisa para que los viejos dejen de sufrir.

Pero de los viejos inútiles y de los gobiernos infrahumanos ya hablé en mi artículo de la semana pasada. El domingo, a primera hora de la mañana, me topé con un tuit de James Rhodes, el hombre que dedica su arte al piano y su vida a despertar conciencias para acabar con las violaciones a los niños, esos otros seres a los que se alimenta y se viste y se educa para convertirlos en adultos productivos, pero a los que no se les hace ningún caso cuando ocurre algo que se sale del guión de la normalidad. A los niños no se les hace caso porque, en el fondo, no cuentan, porque en realidad son tan inútiles como los viejos inútiles.

Pienso en una amiga, muy amiga, que me cuenta sus cosas. Sus padres se divorciaron cuando ella aún no tenía seis años. Falsificaron su edad de nacimiento para que la admitieran en un internado. Era muy lista y supusieron que nadie adivinaría su edad. Tenían razón. Cuando esa niña llegó a los diez años, su madre se volvió casar. No se casó por amor. Se casó por algo terrible. Se casó con un hombre aquejado de un cierto retraso mental, pero con una pinta que le hacía pasar por empresario o por político si no abría la boca. La madre de esa niña se encargaba de que no la abriera cuando no convenía. ¿Por qué se casó con él? Porque esa mujer, como tantas en aquella época, luchaba por salir adelante con su propio esfuerzo y sabía que sin un hombre a su lado, aunque solo fuera de adorno, la mujer no podía triunfar en el campo en que ella luchaba. Lo que esa mujer no previó era que aquel hombre destruiría la infancia, la adolescencia y hasta la vejez de su hija.

Ese retrasado nunca violó a la niña, por miedo a la reacción de la madre y del padre, pero durante los años más importantes de su desarrollo, aterrorizó a la criatura torturándola física y mentalmente. Cuando la niña llegaba a casa de su madre en las vacaciones de navidad, aquel hombre preparaba su cinturón para azotarla por cualquier excusa o sin ella. A veces no utilizaba el cinturón, utilizaba el puño. Las palizas, con un objeto o con las manos, eran diarias y constantes. La niña tuvo que ser atendida varias veces por vecinos. Una vez, por ejemplo, un vecino vio que una oreja de la niña sangraba y la curó. No fue la primera vez ni la última. Las lesiones de la niña observadas y a veces curadas por los vecinos eran constantes. ¿Alguno denunció el caso o habló con el hombre o habló con la madre? No, nadie hizo nada. La casa estaba en una urbanización de lo que ahora se llama alto standing y en esos ambientes desentona mucho cualquier cosa que altere la apariencia de corrección y placidez.

Mi amiga tuvo que sufrir en silencio otro tipo de lesiones, mucho peores que las físicas. El hombre insultaba y ridiculizaba a la niña constantemente. Constantemente le repetía que no servía para nada.

Mi amiga nunca tuvo juguetes ni regalos de Santa Klaus ni de Reyes. La época de los regalos le tocaba en el infierno que era la casa de su madre y allí no había regalos. La niña tenía que pasar el día en su habitación con dos únicos amigos: una radio y un libro. En la radio tenía el acompañamiento de la música. En el libro, un juego. El libro se llamaba, traducido del inglés, Los mil mejores poemas de la literatura inglesa, y la niña se divertía recitándolos en voz alta. La niña desarrolló un acento y una dicción en inglés que luego le servirían para la universidad. No hay mal que por bien no venga. Pero lo peor estaba por venir.

En cuanto la niña se convirtió en una adolescente, el marido de su madre empezó un acoso sexual, solo de palabra, que chocaba violentamente con la educación que la niña estaba recibiendo en colegios de monjas. Las cosas que decía ese hombre la horrorizaban; eran lo que hoy llamamos guarradas. Lo peor, sin embargo, era sorprender a aquel hombre rompiendo con un cuchillo las cerraduras de su baño y de su habitación. Su excusa fue que no se podía permitir que los adolescentes se encerraran porque hacían porquerías. La adolescente no le entendió bien, pero desde entonces fue el terror al despertarse de una siesta y ver al hombre a los pies de la cama mirándola o de estar en la ducha con miedo a que el hombre corriera, de pronto, la cortina. Nunca se atrevió a hacerlo, pero sí a hacer constar que lo podría hacer cuando le apeteciera. La niña vivía bajo una amenaza y un terror continuos.

Hacía poco que la niña había cumplido quince años cuando ese hombre le pegó un puñetazo en un ojo. Se le fue la mano porque el ojo y la cara de la niña tardaron muy poco en desfigurarse de tal manera que la madre se asustó y la llevó al hospital, pidiéndole encarecidamente que dijera que se había caído. Eso dijo la niña al médico que la atendió, pero entonces ocurrió algo inesperado. El médico la miró fijamente a los ojos y le dijo que él había sido alumno y amigo de su padre. “Tú no te caíste por una escalera”, le dijo. “Alguien te pegó un puñetazo. Dime la verdad”. La niña no dijo nada porque las lágrimas no la dejaban hablar. Al cabo de un par de días, su madre recibió un telegrama. El padre de la niña avisaba que al día siguiente llegaría por avión. ¿Cómo ir a ver al padre con el ojo como lo tenía? Te caíste por una escalera, le repetían y ella misma se repetía para no causar un problema.

Al día siguiente, los tres fueron a recibir al padre de la niña al aeropuerto. Fue un recibimiento cordial. El padre no pareció fijarse en el ojo cerrado de un puñetazo. No lo mencionó. Era de noche. El marido de la madre llevó a los tres al Caribe Hilton, el hotel en el que el padre de la niña había reservado habitación. Después de registrarse, el padre, que no bebía y al que no le iban las costumbres americanas, invitó a todos a tomar un coctel en la terraza del night club del hotel. Allá fueron y todo empezó bien con frases formularias hasta que, de pronto, el padre de la niña miró fijamente al hombre y, señalando con un índice inhiesto al ojo cerrado de su hija, le preguntó: “¿Esto qué es?” Nadie contestó. La madre sabía que era inútil tratar de engañar a su ex marido. La niña sabía que era inútil tratar de engañar a su padre. El hombre no sabía nada así que, cuando se decidió a hablar, lo único que se le ocurrió fue intentar convencer al padre de que a esa niña había que pegarle porque era un desastre. El padre le escuchó sin rechistar hasta que el hombre agotó todas las barbaridades que achacaba a aquella adolescente, como, por ejemplo, ser una desordenada que se lo dejaba todo por medio. Y entonces la cara del padre se demudó y su dedo índice volvió a apuntar, esa vez a la cara del hombre. “Usted no es un hombre,” dijo el padre con una voz que parecía salirle de las tripas. “Un hombre que le pega a una mujer no es un hombre, es un cobarde de mierda. Usted es una mierda. Y se lo voy a demostrar. Si vuelvo a enterarme de que le pone usted un dedo encima a mi hija, un solo dedo, le voy a enseñar lo que es enfrentarse con un hombre de verdad. Le voy a dejar de rodillas en el suelo suplicándome que no le convierta en un remedo de mujer. ¿Me ha entendido bien?”, gritó. El hombre balbuceó una afirmación ininteligible.

Aquel hombre o lo que fuera, nunca volvió a ponerle a mi amiga ni un dedo encima. Mi amiga nunca le confesó a su padre por qué no le había dicho que ese hombre la pegaba ni el padre se lo preguntó; ya lo intuía. Pero el daño que esos cinco años de golpes y de insultos, y los insultos que sí siguieron hasta que mi amiga decidió no volver a aquella casa, marcaron su mente y su sistema emocional hasta tal punto, que los efectos le han durado toda la vida a pesar de todos sus esfuerzos por superarlos. Eligió mal a sus parejas ofreciendo a cambio de cariño más de lo que podía dar. Eligió mal su carrera aceptando que sus padres decidieran por ella. Eligió no competir por un trabajo, no exigir un sueldo, no medrar por un puesto. La soledad de su infancia con aquel libro y otros libros que tuvo después la convencieron de que el mundo era muy feo, pero que había otro mundo lleno de amor y belleza en su mente, en su imaginación. Y fue así como, a pesar de todos los pesares, la historia de mi amiga tuvo un final feliz. Mi amiga tuvo un hijo y cuando ese hijo vuelve a la casa de su madre, a mi amiga no le falta una rosa del jardín cada día en un florero sobre su escritorio, y esa rosa le dice muchas cosas; entre ellas, que al final, muy cerca del final, todo le ha salido bien.

¿Y por qué esta larga historia? ¿Y qué tiene que ver esta larga historia con la política? Todo. Después de siglos de violación de los derechos de la mujer, de explotación de las mujeres en beneficio de los machos de la especie, el mundo ha tenido que despertar con los gritos de las mujeres que ya no están dispuestas a aceptar la falsa inferioridad, la sumisión, la explotación. Hace relativamente pocos años, la mujer empezó a luchar por la igualdad de los machos y las hembras de la especie y su lucha ha obligado a los legisladores a reconocer esa igualdad. Y seguimos luchando, machos y hembras de la especie seguimos luchando por la igualdad y no pararemos hasta conseguirla. Pero los niños, ¿quién lucha por los niños?

Los derechos de los niños están reconocidos en documentos y organizaciones internacionales y se procura alimentar y vestir a los más vulnerables y abrir escuelas para su educación. Pero, ¿quién trabaja por aliviar las tragedias de su realidad cotidiana? Contaba James Rhodes como una maestra vio que le sangraban las piernas y él le dijo que le acaban de violar y la maestra no hizo nada, nada. ¿Cuántos miles, millones de niños son sometidos a burlas e insultos y golpes cada día por parte de compañeros educados como bestias? Y nadie hace nada, nada. Si un día ese niño no puede seguir soportando el acoso y se suicida, los adultos cercanos, para no dejar que el suceso penetre en sus conciencias, le diagnostican a ese niño un trastorno mental. ¿Cuántos miles, millones de niños sufren maltrato psicológico o físico o ambos en la privacidad de sus propias familias y nadie hace nada, nada? ¿Cuántos niños se ven obligados por los jueces a convivir con un padre que maltrataba a su madre o que llegó, incluso, a asesinarla? Podría decir un cínico, un ignorante o un imbécil que esas cosas solo pasan en colegios o en casas de pobres. Falso. Ocurren en todos los estratos sociales porque en todos los estratos sociales hay individuos con apariencia humana que emocional y moralmente no llegan al grado de lo que cabe calificar de humano.

Si alguien se pregunta por qué no se está luchando por los derechos y el bienestar de los niños con el mismo ahínco con el que se lucha por los de las mujeres, la única respuesta posible es que los niños son tan inútiles como los viejos y que son pocos, muy pocos los que consideran rentable luchar por ellos. Porque en este mundo, tal como nos lo hemos montado, no es la cualidad de ser humano lo que otorga derechos humanos; es la utilidad. Muy pronto en la vida el niño aprende lo que se convertirá en una verdad social durante el resto de su existencia: Dime para qué me sirves y te diré lo que vales para mi.

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