Hoy empiezo a trabajar de un gris oscuro, como una nube de tormenta. Ayer tenía un plan de trabajo poético, grandes ideas que sobrevolaban la realidad pidiendo un lenguaje filosófico para expresarlas, permitiéndome observar el mundo a vuelo de pájaro sin mancharme con el desorden y la suciedad de la tierra firme. Y de pronto, mi formación me obliga a cumplir las órdenes de mi sentido de la responsabilidad, una responsabilidad que entendí en exceso y mal cuando me la metieron en la cabeza, y mi sentido de la responsabilidad me empuja, con toda la violencia de un viento huracanado, al templo de la Carrera de San Jerónimo y aterrizo de bruces en el hemiciclo donde nuestros legisladores están debatiendo sobre un asunto tan profundamente humano como la eutanasia.
Se me cayó el alma, y con ella la poesía, a los pies. Tentada estuve hoy de ahorrarme el mal trago de la sesión de control porque ya me imaginaba de qué iba a ir el asunto y solo por imaginarlo se me revolvían las tripas del cuerpo y las del alma. Pero otra vez mi puñetero sentido de la responsabilidad, mal enseñado y peor asimilado, me amargó la mañana y parte de la tarde. ¿Por qué no me habrán educado en la Institución Libre de Enseñanza o, por lo menos, en el Instituto Escuela de Caracas donde solo estuve dos cursos en los que me enseñaron todo lo que sé de gramática española, sin hacerme caminar en fila, en silencio y con las manos atrás?
En las redes que frecuento como parte de mi trabajo diario se agotaron ayer todos los calificativos para denostar las intervenciones de los diputados de las derechas contra el proyecto de ley de eutanasia; unos racionales y correctos y otros de los que en mis tiempos se llamaban impublicables. Total, que me han dejado sin adjetivos. Lo que me ha quedado de ese mal llamado debate han sido el estupor y el miedo o, para ser más sincera y precisa, pasmo y pánico. Todo el que haya querido informarse ya sabe las salvajadas que dijeron las derechas contra el proyecto del gobierno. Salvajadas, digo, porque retrotraían a tiempos de salvajes que aún no habían descubierto la civilización. Pero me desdigo; salvajadas, no. Lo que ayer evidenciaron los argumentos de los diputados de las derechas fue una falta de humanidad, una carencia de valores y sentimientos humanos que helaban las glándulas y la mente. Creo que ni entre los salvajes se daba ni se da semejante falta de compasión con sus congéneres. Tras el estupor que me causó semejante lesa humanidad, me puse a reflexionar.
Vamos a ver, me dije. Tampoco es para tanto. Muchos diputados son tan sensibles a cámaras y micrófonos que en cuanto se ven hablando ante un público de cientos, más todos los que suponen que les ven por la tele, no pueden evitar que les entre la vena histriónica y se ponen a decirlas gordas para llamar la atención presumiendo de ironía y hasta de sarcasmo y mala educación. No creo que los diputados que participaron ayer sean tan bestias como cabría deducir de sus palabras. ¿Qué peligro pueden entrañar unos actores de cuarta que ni siquiera llegan a payasos de segunda?
La que llevo dentro no contestó, pero sentí su mirada fija reprobándome por tonta. Vamos a ver, me dijo. ¿Qué se entiende por democracia en este país? ¿Una palabra huera, resobada, que cada cual utiliza a su antojo cuando le conviene, para lo que le conviene?
Por supuesto que no, le respondí, agregando lo que se entiende por democracia desde que un griego se inventó la palabra y modernizando su significado etimológico.
Vale, me replicó mi Pepita Grillo, y si la democracia es eso tan serio que entre otras cosas tiene una cantidad de legisladores electos por los ciudadanos para hacer leyes que rigen la vida de todos, ¿qué te parece la democracia de un país en el que un número importante de sus legisladores se toman el Congreso a pitorreo actuando como actores de cuarta y payasos de tercera?
Me quedé muda, presa otra vez del canguelo que me dio mientras escuchaba la sesión de la eutanasia e inmediatamente después. Lo que nos tomamos a broma al ver las caras y las poses de los diputados que se saben en cámara y oír sus disparates puede ser un intento de desprestigiar el centro neurálgico de la democracia para acabar con ella. ¿Qué fue, si no, la sesión de control de esta mañana? Eso no es broma.
Hace días que los de las derechas están llenando Twitter de acusaciones y comentarios contra el gobierno por el asunto Ábalos. Lo primero que sorprende es que ese asunto se haya convertido para ellos en una obsesión. Un joven periodista, ahora diputado del PP, se llevó el premio tuiteando que se trataba de un escandalazo en el que estaban implicados el ministro Ábalos, el presidente del gobierno y una tal Delcy, y que había llamadas y hasta vídeos y que los del PP iban a exigir que lo explicaran y lo enseñaran todo en un comité de investigación. A ese tuit contesté lo primero que se me ocurrió; que eso parecía más un asunto de programas de escandaletes del corazón que un tema para el Congreso. Al poco rato, miles de tuiteros, miles, me contestaron poniendo al diputado y a su partido a parir, algunos con ocurrencias más o menos divertidas y muchos, muchos, con ese emoticón al que la risa le saca cataratas de lágrimas. Creí que después del ridículo en el que Josep Borrell dejó a los populares en el Parlamento europeo por el mismo tema y después de que su “escandalazo” recibiera miles de risotadas en redes, las derechas retirarían de la sesión de control sus preguntas sobre el asunto. Ingenua de mí.
Con su estiramiento habitual y esa seriedad intensa de jueza a punto de sentenciar una condena a muerte, Cayetana Álvarez de Toledo sube a la tribuna del Congreso a interpelar al ministro Ábalos. Como es también habitual, por sus labios entreabiertos empiezan a salir como disparos de fusil una sarta de disparates dirigidos al ministro y al presidente. En otras circunstancias, me hubiera dado por reír, pero la memoria me recordó mis reflexiones del día anterior.
No es posible, es imposible que Casado y Egea y Álvarez y Abascal y los suyos y el de Ciudadanos, que no recuerdo cómo se llama, no se den cuenta de que hacen el ridículo. No es posible que tengan sus facultades mentales tan atrofiadas como para no entender que a la mayoría de los españoles les importa un rábano si la tal Delcy entró en la terminal en patinete para no tocar suelo español o si sí lo tocó y se fue con Ábalos a tomar una copa. Es que no puede ser que tantos diputados de nuestro Congreso padezcan tal grado de estulticia que, en vez de llevar a la Cámara los gravísimos asuntos que nos afectan a los españoles, lleven un montaje sobre un lío con la vicepresidenta de Venezuela. No puede ser, y como no puede ser, es imposible. No queda otra que aceptar que se trata de un intento deliberado de desprestigiar al poder legislativo, de desprestigiar a la democracia para captar los votos de los nostálgicos de la dictadura y de los tontos del bote que no dedican parte alguna de su tiempo a informarse y, mucho menos, a pensar.
Pues bien, a mí que no me confundan, que soy muy orgullosa. Yo que a informarme y a pensar dedico casi todas las horas de vigilia de cada día, le digo a todos ellos y sobre todo a la Cayetana, que fue la que hoy más habló, más acusó, más difamó, más insultó al ministro y al presidente, que en este país hay ciudadanos inteligentes, entre los que me cuento, que no tragamos montajes tan burdos; que hagan un esfuerzo, al menos, por encontrar algún tema serio que les permita criticar al gobierno sin tomarnos el pelo a todos de un modo tan insultantemente evidente.
Uno mi voz a la de todos los ciudadanos inteligentes de este país para decir a todos los diputados de las tres derechas: a mí no me insulten