Acostumbro a tomar el café de la tarde en un bar del pueblo; El Coyote se llama. Un día, uno de los dueños me dijo que allí se estaba reuniendo un grupo de socialistas y me invitó a asistir. Fui pocas veces. El grupo estaba enfrascado en la elaboración de la lista para las elecciones municipales y más allá de ofrecerles mi nombre si hacía falta para que lo pusieran en el último lugar, me pareció que no podía aportar nada más. La política de los pueblos tiene muy poco que ver con ideas. Es más práctica, más lampedusiana: que todo siga igual.
Hace un par de tardes me senté a tomar mi café en la terraza del bar, y allí estaba, viendo pasar la gente, dando vueltas por las cumbres de las montañas que nos rodean, hablando conmigo, cuando oigo que alguien grita mi nombre desde otra mesa. Volví los ojos hacia la voz sin estar muy segura de que me estuviera llamando a mí. En un pueblo, si alguien dice María, se vuelven diez, casi todas mujeres de antes de que se pusieran de moda los nombres exóticos. Pero sí, un conocido me llamaba con un entusiasmo inusitado. Me sorprendió. Siempre nos habíamos saludado con cordialidad, y en algunas ocasiones el hombre se detenía a intercambiar unas palabras conmigo, generalmente sobre mi padre, de quien se confiesa rendido admirador. De ahí no pasaban nuestras breves conversaciones, cada vez más breves desde su entrada en el ayuntamiento como regidor de un partido independentista de derechas. Enseguida me di cuenta de que el hombre temía que yo sacara la política y que el asunto ocasionara una discusión, así que respetaba sus saludos huidizos sin forzarle a la charla. Por eso me sorprendió esa tarde que me llamara con todas sus ganas y me pidiese que me fuera a sentar con ellos.
Ellos eran un grupo de hombres entre los que reconocí a uno de los padres del socialismo del pueblo y a algún independentista de Esquerra Republicana. Me picó la curiosidad y la curiosidad pudo más que mi alergia a los grupos. Me senté en su mesa aún más sorprendida. Todos reían. Como había supuesto desde lejos al identificarles, estaban hablando de política, pero no de la política de las ideas que aquí conduce sin remisión a discusiones más o menos agrias. Hablaban de pactos, como en toda España, trufando de bromas la conversación. Como vi que tenía poco que aportar a la charla, me puse a escucharles. Al principio reí alguna broma, pero poco a poco mi mente se puso a rumiar por su cuenta engendrando pensamientos cada vez más negros. Se me fue oscureciendo el ánimo y acabé estirando los labios y dejándolos estirados con una sonrisa de cortesía. Pensando más tarde en la anécdota, comprendí que entre ese grupo y yo había una distancia insalvable. En primer lugar, ellos estaban animados por la cerveza. Yo tomo cerveza a medio día como aperitivo antes de comer y no me gusta alterar mi rutina. En segundo lugar, primero en importancia, era evidente que esos señores en esos momentos no se tomaban la política en serio y yo sí. Tal como están las cosas en nuestro país, con nubes tóxicas y atmósfera irrespirable en los cuatro puntos cardinales, me cuesta entender que alguien pueda tomarse la política a broma.
Desde que la moción de censura elevó a Pedro Sánchez a la presidencia del gobierno, todos sus adversarios políticos se convirtieron motu proprio en enemigos, convirtiendo a su vez la política en politiqueo. Casado politiqueó para conseguir la presidencia de su partido y siguió politiqueando para pescar como fuera los votos que devolviesen a su partido el poder que Sánchez les había usurpado. Rivera se puso a politiquear a tontas y a locas impelido por su obsesión de acabar con Sánchez y superar a Casado. Iglesias se lanzó al politiqueo con el afán de no verse reducido a la irrelevancia. Abascal siguió politiqueando porque es lo que ha hecho desde el principio de su vida pública y ni sabe ni puede hacer otra cosa. Entre todos, en fin, convirtieron la política de este país en una bullaranga de disparates que desconcertó hasta a la prensa más seria y, por supuesto, al electorado.
Además de sus particulares problemas psicológicos, a todos esos líderes movía y mueve el ansia de dinero, común a todo individuo del género humano, y el ansia de poder, común a todos también. Tales ansias se manifiestan con objetivos y en grados diversos. Puede que el líder de un partido político, por ejemplo, no tenga la intención de enriquecerse personalmente, pero sabe que la salud de su partido depende en gran parte del dinero y que el dinero depende, en su mayor parte, del número de diputados que consiga y de los cargos que consigan esos diputados. En cuanto al poder, quien no tiene un subordinado procura ejercerlo sobre la pareja, los hijos, la mascota o hasta las propias emociones. El poder es necesario para reafirmar la identidad, y en el caso de un partido político, imprescindible para garantizar su supervivencia. Pues bien, por si las pulsiones emocionales de cada cual no hubieran bastado para degenerar el significado y la finalidad de la política reduciéndola a campañas de propaganda y reduciendo las campañas a viles bravuconadas de taberna, el ansia de dinero y de poder de los candidatos desesperados por alcanzar el gobierno despojaron a la política de todo vestigio de humanidad.
Distingue Michael Sandel, el filósofo político más famoso del mundo, entre la economía de mercado, necesaria para el crecimiento en libertad, y la sociedad de mercado, una sociedad deshumanizada por la intrusión del dinero en toda actividad humana. Hoy vivimos en casi todo el globo cosificados y perdidos en una sociedad de mercado y en consecuencia, la política se ha vuelto política de mercado también; una política ajena a la ética, a los valores humanos, a los seres humanos cuyo bienestar debería ser su fin. En mítines y entrevistas en todos los medios, los politiqueros de este país, por no mencionar a los de más allá, hablan de reparto del dinero y del poder. Consecuentemente, después de las últimas elecciones los politiqueros de la bullaranga se pusieron a hablar de pactos para quedarse con comunidades y alcaldías, es decir, con el dinero y el poder que otorga el gobierno de comunidades y alcaldías, y de nada más. ¿Alguien habla de las necesidades de los ciudadanos? Ni la prensa. ¿Para qué? Después de emitir su voto, único poder que les otorga la Constitución, los ciudadanos pierden la condición de ciudadanos para volverse súbditos de los políticos, y lo que le pase a los súbditos no es noticia a menos que se pueda meter en sucesos. Hasta cuando los politiqueros hablan de política social, el término suena a abstracción sin alma ni cuerpo. En una sociedad de mercado, lo que llaman política social acaba siendo solo otra forma de mercadear.
Encima, en el juego de los pactos ha aparecido otro jugador que ignora por completo la existencia de ciudadanos, súbditos o cualquier término que se refiera a personas. Abascal y los suyos ganaron sus votos proclamándose adalides de España, ese territorio que sería una cáscara vacía si no hubiera españoles que la llamaran por su nombre. Lo que recuerda el clamor contra el nacionalismo deshumanizado que García Lorca pronunció un mes antes de que salvajes salvapatrias le callaran. “Yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista abstracta por el solo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos”, dijo. Y siguió diciendo, “Canto a España y la siento hasta la médula, pero antes que esto soy hombre del mundo y hermano de todos”. Abascal y los suyos no son hermanos de nadie. Para ellos, España no es la tierra que habitan los españoles; es la bandera de un territorio desierto que hay que defender de enemigos imaginarios con salvaje pasión medieval. Abascal y los suyos podrían decir sin inmutarse la célebre frase de Terencio al revés: “No soy humano. Todo lo humano me es ajeno”.
Este ideario simple y bruto explica todos los disparates que Abascal y los suyos sueltan contra ciertos grupos de hombres y mujeres que habitan este país. Lo que no explica es cómo es posible que más de tres millones de hombres y mujeres les concedieran el poder de legislar en el Congreso y de decidir con sus votos quienes van a gobernar en varias alcaldías y comunidades autónomas. Pensar que convivimos con tal cantidad de nacionalistas fanáticos produce pánico. Resulta más soportable atribuir los votos que Abascal y los suyos obtuvieron a la ignorancia. Pero sea por lo que fuere, lo grave es que esos votos les han dado la mano de cartas que controla el juego y que ese control les permitirá corromper a los jugadores dispuestos a corromperse por alcanzar el poder y que esos jugadores que se corrompan por complacer a los de Abascal, corromperán la política allí donde consigan gobernar despojándola de la ética que la hace actividad humana; convirtiéndola en una política de mercado; deshumanizándola. ¿Alguien puede pensar la realidad que vivimos sin que acudan los pensamientos más negros?
Otra vez aparece Lorca en la memoria con una sentencia trágica: “España está muerta”. Pero eso lo escribió en los años veinte, cuando la juventud no le permitía dejar de sonreír. “España está muerta”, escribió, y entusiasmado por el mar y el sol de Cadaqués, siguió escribiendo: “Pero Cataluña está viva, y como está viva hay vida literaria y política y social”. Casi cien años después, esto no se puede leer sin que a uno se le derrumbe el alma. ¿Qué diría hoy de Cataluña ese hombre del mundo que execraba de quienes se sacrifican por una idea nacionalista abstracta por el solo hecho de que aman a su patria con una venda en los ojos? ¿Qué diría el hombre del mundo que afirmaba “No creo en la frontera política”? Hoy, los politiqueros de Cataluña están asfixiando la vida literaria, política y social tras una frontera imaginaria que llaman a defender a capa y espada. Pero Cataluña ya no tiene la capa deslumbrante de la modernidad que asombraba al mundo. Los politiqueros la han convertido en un vertedero de lazos amarillos de plástico. Cataluña ya no tiene la espada invencible de la razón. Los politiqueros han ganado prosélitos pinchando el sentimiento de independencia y obnubilándoles con mentiras. La independencia ya no es un sentimiento connatural a la idiosincrasia catalana. Politiqueros movidos por sus propios intereses la convirtieron en arma dispuesta a cortar la unión con España y a partir en dos a su propia población. Hoy Cataluña agoniza bajo una atmósfera aún más tóxica que la que amenaza al resto de España.
Pero España no está muerta. Hace un año, un político nombró un gobierno de políticos para hacer Política mirando a la gente. De su propósito de hacer otra vez de España un territorio en el que pudieran convivir a gusto todos los españoles y los que eligieron vivir aquí, no logró desviarles el pataleo rabioso de los politiqueros empeñados en sepultar todos sus esfuerzos bajo una avalancha de insultos y mentiras. El empeño de Pedro Sánchez y su gobierno en reconstruir a una sociedad desorientada humanizándola mediante la igualdad y la justicia, respetando una economía de mercado que hiciera posible el crecimiento y el bienestar; ese empeño se mostró más recio que la histeria de sus enemigos. La mayoría de los ciudadanos lo vivió así y ejerció su poder votando para que continuara su trabajo. Entonces, ¿no tocaría conjurar los pensamientos negros y seguir adelante con esperanza, con ilusión? Esa mayoría no fue suficiente.
Pedro Sánchez tendrá que pactar para obtener los votos que necesita su investidura. Dicen que pactar es bueno y necesario en una democracia. Sí, cuando los pactos se realizan entre políticos responsables y honestos que entienden la política como servicio a las personas. ¿Cómo se pacta con los politiqueros que amenazan la igualdad que hace posible la convivencia? ¿Cómo se pacta con quienes anteponen ambiciones personales, líneas rojas, cordones sanitarios a un programa político?
Cabe la posibilidad de que sea necesario repetir las elecciones, en cuyo caso habrá que contener otra vez la respiración o confiar una vez más en la responsabilidad de los ciudadanos para no asfixiarse.