En medio del guirigay del debate de anoche y del guirigay de la prensa de hoy sobre el debate de anoche y de las mentiras y de los desmentidos y de los análisis más o menos interesados, más o menos estúpidos, ¿puede una persona decidir racionalmente su voto? Sí puede.
Uno puede frenar, apagar las pantallas, la radio, cerrar los periódicos; prescindir de todo lo que unos y otros han intentado instilar en nuestros cerebros a base de propaganda y técnicas de comunicación, con la intención y el método con que Pavlov estimulaba las glándulas salivales de sus perros. Uno puede gritar en sus adentros “Yo no soy un perro. Yo no soy una máquina que otro pueda programar a su gusto. Yo soy yo, y yo reacciono según mi propia facultad racional y mis propias emociones me den a entender”.
Después del espectáculo montado por dos televisiones para dar a cuatro políticos la oportunidad de jugar con nosotros e intentar engañarnos como un actor intenta en un escenario hacernos creer que es el personaje que representa, esa persona que soy yo se puede rebelar prescindiendo de todo, hasta de su ideología, decidiendo su voto por orgullo, por autoestima, por respeto a sí mismo.
Desde ese punto de partida, la primera pregunta que me asalta es cuál de los candidatos me faltó el respeto en los dos debates. Si lo que me mueve ya no es la ideología, la persistencia irracional en ser liberal, conservador, socialdemócrata, socialista radical o lo que sea; si lo que me mueve es el respeto a mi mismo y la firme voluntad de no permitir que nadie me lo falte, tendré muy claro, en primer lugar, a quién, visto lo visto y oído lo oído, no votaré.
No votaré a quien, en los dos debates, intentó tratarme como a un niño tonto dirigiéndome frases preparadas que ni a un niño tonto engañarían. No votaré a quien se atrevió a poner ante la cámara unas fotos que nada demostraban para hacerme creer que eran una prueba de lo que pretendía demostrar. No votaré a quien me enseñó una tarjeta sanitaria para hacerme creer que la que todos tenemos y que a todos nos sirve, no nos sirve, y que él nos dará una que sí servirá. No votaré a quien respondió a una pregunta de los moderadores sobre un asunto de vital importancia para los ciudadanos poniéndole a otro candidato en el atril su tesis doctoral mientras afirmaba que la había plagiado. No votaré a quien intentó varias veces descontrolar al contrincante que estaba hablando con toda serenidad, diciéndole que no se pusiera nervioso, mientras a duras penas lograba controlar sus propios nervios. No votaré a quien se montó su soliloquio final en el primer debate con un recurso que pretendía ser dramático y resultó ridículo. No votaré a quien terminó su soliloquio final en el último debate con el imperativo del lema de su partido: “Vamos”. No votaré a quien hizo todo eso porque con quien intentó tomarme el pelo de un modo tan groseramente evidente, yo no voy a ninguna parte. Pero si todas esas razones fueran pocas, hay una que no requeriría ninguna más: no votaré a quien, habiendo fundado su campaña electoral en la mentira, el insulto y la difamación, volvió a utilizar la mentira, el insulto y la difamación como principal recurso en los dos debates.
O sea, que mi propio razonamiento, mi orgullo, el respeto a mi mismo me ha llevado a la primera conclusión indubitable: no votaré por Albert Rivera. No votaré por Albert Rivera hasta que me demuestre que ha comprendido que los ciudadanos no son niños tontos a los que se puede engañar con mentirotas, mentiras, mentirijillas y fruslerías; hasta que Albert Rivera me demuestre que ha comprendido que los ciudadanos somos adultos a quienes hay que respetar. Si Albert Rivera quiere que algún día le pague el sueldo de presidente del gobierno, tendrá que demostrarme que está preparado y dispuesto a merecer el empleo. El tiempo que tarde en conseguirlo dependerá de su voluntad de respetar a los demás.
Con uno descartado, me voy al próximo. La razón principal que me hizo descartar al primero, me vale para el segundo. No votaré a quien, habiendo fundado su campaña electoral en la mentira, el insulto y la difamación, volvió a utilizar la mentira, el insulto y la difamación como principal recurso en los dos debates. No votaré a quien sabiendo que varios medios habían desmentido con datos objetivos todos los datos falsos que soltó en el primer debate, volvió a repetir los mismos datos falsos en el segundo. Eso solo puede hacerlo quien está convencido de que los espectadores son imbéciles que no consideraron necesario informarse sobre los desmentidos o estúpidos fanáticos de su ideología a quienes no les importa que mienta siempre que la mentira sirva para darle caña al adversario. Pues bien, como no tolero que nadie me tome por imbécil ni por estúpida aquejada de fanatismo, tengo, meridianamente claro que no votaré a Pablo Casado.
¿Puedo votar por Pablo Iglesias? Si tengo que basar mi juicio en los dos debates, lo tengo difícil. En los dos debates, Pablo Iglesias demostró, por encima de todo, respeto a la inteligencia de quienes le escuchábamos. El mismo respeto que demostró Pedro Sánchez. ¿Entonces? Entonces, es evidente que tengo que buscar otras razones para decidir mi voto.
La razón que mejor me puede orientar a la hora de elegir es un análisis de las trayectorias de Pablo Iglesias y de Pedro Sánchez. ¿Cuál de los dos ha demostrado anteponer el interés del país a sus propios intereses personales? Después de un repaso somero a lo más destacado de su vida política como líderes de sus partidos, resuena en mi memoria el No es No de Pedro Sánchez. Le recuerdo la noche en que dimitió como secretario general del PSOE y la mañana en que entregó su acta de diputado, y con ella empleo y sueldo, para no permitir con su abstención que volviera a dirigir el país el gobierno de un partido corrupto sin credibilidad y, lo más importante, sin interés por el bienestar de los ciudadanos ni compasión alguna por sus compatriotas más social y económicamente vulnerables. Recuerdo a Pedro Sánchez arriesgándose a poner una moción de censura contra el presidente de ese gobierno inhumano, con solo 85 diputados y la amenaza de que un fracaso acabara definitivamente con su carrera política. Recuerdo su discurso pidiendo la investidura, intentando convencer a diputados muy distantes de su ideología y de su proyecto para que votaran lo mejor por el país. Recuerdo que lo consiguió sin haber pactado con ningún partido. Recuerdo que sorprendió a todos los analistas cuando, ya investido presidente, en vez de convocar elecciones para quitarse problemas de encima y aprovechar su triunfo, se descolgó con un gobierno que incluía a personas, hombres y mujeres, con preparación y trayectoria excelentes en sus respectivos campos. Con solo 85 diputados y lloviéndole críticas de propios y extraños y soportando infamias de los más inmorales, Pedro Sánchez se puso a trabajar con su gobierno para hacer todo lo legalmente posible por revertir el daño que el gobierno de Rajoy le había hecho a España, es decir, a todos los españoles. Una trayectoria así es más que suficiente para votar por Pedro Sánchez con la confianza de que continuará haciendo lo que ha venido haciendo hasta ahora; gobernar su partido y su país con honestidad, con firmeza y con humanidad.
Creo que no estará solo. Creo que Pablo Iglesias sabrá esperar su oportunidad dejando a un lado, mientras tanto, sus ambiciones personales y la parte de sus ideas que la realidad actual no permite llevar a la práctica, y dedicándose en cuerpo y alma a dar a los españoles todo lo que ha demostrado que puede dar.
Así, por orgullo, por respeto a uno mismo, por su autoestima, todo ciudadano puede decidir un voto que no le avergüence y que no le haga daño a su país, es decir, ni a él ni a su familia ni a sus compatriotas. Así de sencillo.