En
anteriores artículos de La Hora Digital, he descrito cómo las noticias falsas son el actual elemento vehiculador para que, a través del mal uso de las redes sociales, crezca el populismo en sus diferentes formas. Ahora bien, ¿por qué se entrelazan tan bien ambos conceptos? ¿Cuáles son las premisas que han permitido desarrollar una ‘tormenta perfecta’ que, desde la atalaya digital, sirve de catapulta para formaciones extremistas que sólo buscan dañar la democracia?
La demagogia es un vicio de la democracia que ya fue denunciado por los filósofos griegos. Dos mil años atrás, uno de los padres de nuestra civilización de Occidente, el preclaro filósofo Aristóteles, ya describió la demagogia como un régimen autoritario o tiránico que asume todo el poder en nombre del pueblo (siempre en nombre del pueblo, claro) y anula cualquier tipo de oposición para así beneficiar a unos pocos, los demagogos, a quienes sólo le apoyan otros que buscan obtener prebendas en forma de recursos, cargos, mejoras legislativas…
Esto choca frontalmente con la idea de que la democracia se sostiene básicamente sobre la argumentación, sobre la capacidad deliberativa de intercambiar opiniones, de razonarlas. En la Grecia clásica ya nos dijeron que las verdades nacen de un intercambio de información, de un contraste, del debate.
Junto con Platón, Aristóteles afirmaba que un demagogo halaga a la ciudadanía y otorga máxima importancia a los sentimientos de ésta y orienta toda la acción política en función de esas emociones: miedo, ira, dolor. De este modo, para reforzar su posición acuden al arma más poderosa que cualquier líder político de cualquier época puede usar: el miedo.
Miedo, porque lo que hay en la actualidad es miedo: capas sociales reacias no sólo a la pérdida del empleo (y, sobre todo, a la desaparición del concepto ‘un empleo estable de por vida’) sino a los fundamentos igualitarios, a las corrientes del mestizaje étnico/cultural/político, a todo lo que provenga del exterior (entendiendo, por ello, todo lo que no sea propio y conocido): en definitiva, miedo al ‘ellos’ que impide al ‘nosotros’ ser feliz.
Porque el miedo tiene el poder de hacer que una sociedad esté dispuesta a sacrificarlo todo por estar segura. Incluso su propia libertad.
Miedo entre capas medias empobrecidas y temerosas, las cuales reflejan hostilidad frente a la igualdad de género, a la diversidad, al otro, al diferente, a lo desconocido (nuevas tecnologías, modernos conceptos, nacientes teorías): miedo que produce un rechazo absoluto a la igualdad y a la diversidad de la ciudadanía.
De este miedo surgen los iluminados (e iluminadas, no nos equivoquemos) que se arrogan el papel de salvadores, haciendo la lucha contra la moralidad (que no sea la suya, claro) su caballo de batalla y proponiendo modelos autoritarios contra la mujer, el colectivo LGTBI, contra la intelectualidad (y aquí englobamos el humor, la crítica mordaz, la fina ironía inteligente…, la libertad de prensa en general) para alcanzar de nuevo esa grandeza-pureza que existe sólo en sus mentes
Demagogos que fomentan el odio vehemente contra el resto de la civilización (‘o estás conmigo, o estás contra mí’) para así liberar los instintos más agresivos de su audiencia, para hacer estallar las reacciones más violentas. Son dirigentes que buscan más el lucimiento y lucro personal que la disposición altruista a solucionar los problemas más acuciantes.
Son caudillos que fuerzan el rechazo al pluralismo de cualquier tipo, hacia la libertad de orientación sexual y de identidad de género, hacia cualquiera otra confesión que no sea la cristiana (el ultracatolicismo o la creciente influyente evangélica): una total exclusión de la diversidad.
Desde estas premisas, el populismo neofascista vigilará y perseguirá a los que contaminen ‘su’ ideal de sociedad, a los que proclamen el progreso social, a aquellos que conformen las capas más vulnerables.
Estos falsos paladines, incapaces de adaptarse a los cambios de la sociedad moderna, proclaman la división de la sociedad y fomentan el miedo (sea o no real) a través de la mentira y la demagogia deconstructiva, impulsan una pérdida de confianza en el futuro. De ello deriva que cada vez es más difícil encontrar consensos en la vida civil, hasta en las familias, entre los amigos.
Ante una amenaza externa (real o percibida), el populismo potencia el fulminante regreso de las emociones y las pasiones a la arena política, por encima del debate de ideas y argumentos. En ese contexto, se solicita al líder político que transmita la sensación inmediata de que está al lado de su pueblo compartiendo su sufrimiento, aunque no tenga respuestas. Y eso conlleva que el complejo discurso político de la democracia actual no tenga cabida en el mundo de las redes sociales.
No tiene espacio en el mundo digital porque las manifestaciones emocionales de alto voltaje traicionan el proyecto ilustrado, el cual se sostenía en la idea de un sujeto autónomo que atiende a razones. Ahora, el tribalismo egoísta ofrecerá soluciones rotundas, y seguro que éste se impone. Y lo hace por lo siguiente.
Porque la hiperinflación de conocimiento y de información nos desborda. La oferta de información es más abundante que nunca. Como el sujeto no es capaz de asimilar tanta complejidad, acepta ofertas de sentido simplista. Por eso es un buen momento para los populistas, los nacionalpopulistas y los demócratas radicales: porque en una época de crisis como la actual (y es presente ya que, a pesar del crecimiento económico, no acaban de suturar las heridas sociales) se imponen las reacciones.
Tenemos una ciudadanía sin verdadera conciencia y formación cívica (me refiero a aquellos que han tenido la oportunidad de formarse), y disponemos de ciudadanos que, dadas las condiciones de pobreza y desigualdad, no tienen verdaderamente la oportunidad de ejercer una ciudadanía consciente y efectiva.
En entornos donde las nuevas generaciones contemplan con miedo que ese orden que giraba alrededor de una idea de progreso se ha quebrado, se hacen ciertas las palabras que expresó el político y filósofo José María Lasalle en una reciente entrevista: “La demagogia populista convence a las mayorías de que el voto es un derecho de venganza”.