Hay momentos en la historia de la humanidad en que parece desatarse una epidemia de locura. Psicólogos y sociólogos achacan el fenómeno a las crisis que afectan a los sufridos componentes rasos de la sociedad. Cientificistas aquejados de pesimismo afirman que la humanidad se dirige a su destrucción impelida por el destino inexorable que exterminó a los dinosaurios. Uno que no descarte otras realidades podría creer que, un buen día, unos dioses burlones decidieron paliar su aburrimiento privando a los mortales del recto uso de su razón. La causa puede ser cualquier cosa, pero es lo de menos cuando las consecuencias de la chifladura universal amenazan conducir a todos a la ruina; la ruina intelectual, moral y, lo que más importa, económica.
Estamos viviendo uno de esos momentos. Algunos niegan el diagnóstico argumentando que en los países más desarrollados, la vida del montón sigue su curso normal con los normales altibajos que afectan a la existencia del que tiene la suerte de vivir en la parte desarrollada del mundo. Lo cual es la prueba más fehaciente de que nos enfrentamos a un brote de locura. Los locos de verdad no se dan cuenta de que están locos.
Como esbocé en mi artículo anterior, la intencionalidad de los actos de aquellos políticos que pretenden gobernar contra los ciudadanos hace que se descarte el diagnóstico de demencia. Actúan como gamberros intentando destruir los fundamentos de una sociedad democrática de ciudadanos libres para asegurarse los privilegios de la élite en la quieren vivir a perpetuidad. No son locos, aunque a veces lo parezcan y hasta quieran parecerlo; son malvados. Vuelvo a recurrir aquí a la definición de Cipolla: malvado es aquel que con sus acciones causa a otro pérdidas equivalentes a sus ganancias. Veamos unos ejemplos.
José María Aznar permitió que cantidades de cargos nombrados o electos de su partido se enriquecieran con dinero público y entregó el país a una especulación inmobiliaria que, al llegar la recesión, causó un índice de desempleo y de pobreza que décadas atrás se había creído superado para siempre. Con sus actos, Aznar obtuvo una economía personal muy saneada para los restos y unas recompensas para su ego superiores a todo precio. Hay quien tomando en cuenta sus gestos faciales y sus discursos disparatados le supone un trastorno mental, pero si es loco, no come vidrio, como dice el dicho.
Pablo Casado puede llamar a engaño. Se proclama adalid de España cual Campeador redivivo, pero se va a Bruselas para informar a quien quiera oírle de que España es un desastre. Niega ante el mundo entero que España sea una democracia porque el gobierno se encuentra en manos de un presidente no elegido, dice. Afirma que el presidente del gobierno está compinchado con el dictador venezolano porque le concede a Maduro ocho días para convocar elecciones. No hay declaración ni discurso suyo que no ofrezca una ristra de disparates dignos de viñetas. Dirían, en cualquier pueblo, que el hombre está como una regadera, pero los beneficios personales que ha obtenido hasta ahora parecen sugerir que, como Aznar, vidrio no come. Está por ver si obtiene ganancias que le permitan clasificarse en el grupo de los malvados o si, al final, todos sus intentos por desestabilizar a la sociedad para llegar a presidente acaban en fiasco y el daño que haya podido hacer no le reporta beneficio alguno; lo que le situaría en el grupo de los estúpidos.
Lo mismo puede decirse de Albert Rivera porque Rivera y Casado dicen más o menos lo mismo. La diferencia estriba en que Casado se lo juega todo a pecho descubierto y Rivera ha salvado la vida varias veces poniéndose a cubierto a diestra o a siniestra, según le convenga, y sin hacer ascos a trinchera alguna.
Pablo Iglesias y Quim Torra son otra cosa. El uno por narcisismo y el otro por fanatismo, se han cargado, el uno un partido y el otro el gobierno de lo que considera su país. O ambos padecen de estupidez supina o, como Trump, no tocan, en cuyo caso serían excepciones que confirman la regla.
Porque lo que no admite otra explicación que el trastorno mental es que los políticos mencionados y una larguísima lista de ejemplos análogos han conseguido pescar a millones de votantes. En una democracia, los que quieren gobernar no son locos; locos son los que votan a gamberros, malvados o estúpidos o las tres cosas, entregándoles las llaves de su casa con toda su familia adentro.
Mientras los anuncios, las series, los titulares sensacionalistas y los programas morbosos entretienen a la mayoría, algunos políticos intentan proponer soluciones a los problemas que nos afectan a todos con argumentos dirigidos a estimular la facultad racional. Son pocos los que les escuchan en medio de tanto ruido.
El estado de atontamiento general recuerda a aquella criatura de leyenda judía que Borges evocó en su poema El Golem. Mirando al monstruo tonto que había creado con la intención de crear un hombre, el rabino de Praga sentía ternura y horror, nos dice Borges, y en los últimos versos se pregunta qué sentiría Dios al mirar a su rabino. Viendo el estado actual del ser humano, la renuncia de tantos a las facultades que les confieren humanidad, uno se pregunta, si hubo un Creador al que todavía le importamos, ¿qué pensará de nosotros?